Dom 24.01.2010
radar

El sexo mutilado

› Por Mariano Kairuz

La mujer de mi padre: a la izquierda comparten mesa Víctor Bo, Isabel y Armando Bo. Acá arriba, una imagen cortada de una de las incursiones internacionales de la Coca (y una de las muy pocas veces en que trabajó bajo las órdenes de otro director: el sudafricano Dirk De Villiers): La diosa virgen.

Si la historia del cine argentino es una historia hecha de retazos –por lo que le cortaron los censores, por lo que la desidia y la inconstancia institucional del país perdieron o permitieron que se perdiera para siempre–, el documental de Diego Curubeto Carne sobre carne es, a pesar de llevar como subtítulo “Intimidades de Isabel Sarli”, tanto una película sobre la Coca y sus veinticinco años de cine erótico con Armando Bo, como un documento sobre el cine nacional y sus circunstancias. Compuesta de material que la Coca tenía almacenado en su casa en decenas de latas y que, según cuenta Curubeto, se disponía a tirar, Carne sobre carne repone algunas de las partes esenciales de lo que no fue. De lo que no pudo verse de la mujer que más mostró.

Cinéfilo voraz, Curubeto arma su película con un criterio acorde con el que aplica a la valoración de las que ve en su trabajo como crítico: despojándose de explicaciones superfluas, confiando en el relato que llevan adelante las imágenes, convencido de su elocuencia. Y las imágenes son, como suele ocurrir con la Coca Sarli, elocuentes hasta lo desbordante: la mayor parte pertenece a los cortes hechos por la censura para su estreno local, otras a tomas alternativas que Bo filmaba pensando en lo que le permitía mostrar (o hasta le exigían) los mercados internacionales que supo explotar como ningún otro productor de cine argentino, y otras testimonian el éxito popular que, tantas veces acompañado del escándalo, significaba cada estreno.

Además, hablan a cámara Sarli y, entre otros, el coreógrafo y actor (y su amigo por media década) Adelco Lanza. La Coca rememora su llegada al cine, cómo la convenció Armando Bo de hacer desnudos integrales (a ella, que “siempre fui tan tímida”), cómo se fueron convirtiendo en amantes a pesar de la mirada atenta y rigurosa de su madre doña María en los rodajes, cómo filmó con Torre Nilsson para despegarse un poco de la imagen de sex-symbol erótico sin matices que se le endilgaba al principio. Pero el corazón de la película es el sexo mutilado, y también recuerda los años en que se convirtió en una figura importante para uno de los principales jugadores de la industria en el mundo, la Columbia. El historiador Fernando Martín Peña traza rápidamente un panorama de cómo funcionaba la censura a fines de los ’50 y principios de los ’60, rememorando un artículo del Código Civil que ponía la denuncia de contenidos cinematográficos “ofensivos” en manos de particulares, y la identidad del fiscal que más denuncias acumuló en su ejercicio, de la Riestra. El concepto de lo que la censura podía considerar inmoral en cada época había perseguido a Bo como productor desde bastante antes de que encontrara a su musa y se concentrara y especializara en ella, y Curubeto remonta el relato de esta historia hasta las objeciones al clásico de 1948 Pelota de trapo (que Bo produjo con dirección de Torres Ríos) y al lenguaje “callejero” de sus protagonistas, acusado de “mal ejemplo para el público”; y a la prohibición de La Tigra (Torre Nilsson, 1964) por sus alusiones sutiles pero inéditas al lesbianismo y a las drogas, y la sordidez de su ambiente. Entre escenas seleccionadas con precisión a la hora de representar cada dato, irrumpen las secuencias de dibujos animados realizadas por Pablo Rodríguez Jáuregui, que –además de ilustrar los modos de trabajo a veces brutales por los que Bo conseguía filmar lo que quería– evocan con imaginación el mito y el tamaño de la diosa sexual criolla, convirtiéndola en una gigante en múltiples sentidos: por su cuerpo de proporciones desbordantes, y también por la fuerza con la que con su amante, mentor y socio, hicieron frente a la prohibición parcial y a veces total de sus películas. Cortando también con el formato más testimonial de la película, Carne sobre carne pone en escena la ficcionalización de las negociaciones con la censura, en breves secuencias interpretadas por Gastón Pauls y, como el censor, Martín Adjemian.

Cine de imagen, Carne sobre carne expone su caso a través de sus evidencias, sin vaguedades, y así al divertido y a la vez triste testimonio que Adelco Lanza sobre la persecución a la que fue sometido por su representación humorística de “la loca”, se intercalan las escenas que tanto irritaban a los censores (alguna cortada por su “amaneramiento”), dejando claro en el acto el nivel de absurdo en que llegó a materializarse la larga saga de represión política y cultural que marcó a la Argentina del siglo XX. Sin ceder a la mera repetición verbal de una historia que ya fue contada, Carne sobre carne arma un retrato verdaderamente integral de un fenómeno, de su alcance popular, de los motivos por los que fue incomprendido por parte del público, y de sus alcances genuinamente internacionales.

Aunque después de todo, el fenómeno quede resumido en esa explicación que dice tanto con tan poco, que alguna vez le dieron a Sarli sobre su éxito en lugares tan lejanos como Oriente: “Es que sus tetas, Coca, son más grandes que la cabeza promedio de los japoneses”.

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