› Por Rodrigo Fresán
Nunca me gustó ese lugar común de las necrológicas en las que se arranca con un Conocí a X... siendo X, se entiende, el muerto: ese protagonista absoluto pero ausente al que, de pronto, se intenta compaginar con la película del firmante secundario, del todavía vivo.
Pero en mi caso no me queda otra que tropezar y caer ahí y decir que conocí a Tomás Eloy Martínez desde el día en que nací. Tomás era muy amigo de mis padres y bromeaba con que tenía a buen resguardo una foto en la que yo aparecía como bebé recién nacido, en sus brazos, llorando y con mi pañal desbordando sobre su mejor traje. “Saliste horrible”, agregaba. Y de tanto en tanto, en algún cierre particularmente largo y vertiginoso en este diario, sonriendo a medianoche, me amenazaba –si yo no estaba a la altura de las trasnochadas circunstancias– con publicarla, rematando su advertencia con uno de sus para mí inolvidables “¡Pero RO-drigo!”.
Con esto quiero decir que Tomás fue y sigue siendo parte de mi vida (ahí permanecen sus libros y, muy especialmente para mí, Lugar común la muerte que, como el Música para camaleones de Truman Capote, es uno de esos lugares donde se pueden aprender tanto disfrutando de tantas cosas) y, seguro, será parte de mi, espero, muy futura necrológica.
Tomás estuvo involucrado en algún proyecto de mi padre (la inconclusa película La nueva Francia; donde se lo ve a Tomás, muy joven y micrófono en mano, entrevistando a descendientes de un rey patagónico por las calles de París); Tomás también vivió en Venezuela (donde, otra vez, con mi padre, pusieron en marcha El Diario de Caracas y planificaron El Otro, un segundo periódico a ser dirigido por Gabriel García Márquez, que nunca llegó a ver la luz); y mi padre diseñó la portada de la primera edición de La novela de Perón.
Me gusta pensar que parte de la herencia de mi padre fue el haberme dejado a Tomás como amigo quien –para mi sorpresa–, una tarde de principios de 1991, me ofreció trabajar junto a él, en lo que sería el suplemento Primer Plano de Página/12.
Desde entonces, aquí estoy, aquí sigo estando, aquí estaré: ya extrañándolo y por siempre agradecido.
Así que ya saben: la culpa es de Tomás.
Pocas veces me he reído tanto trabajando como trabajando con él.
Las últimas veces que lo vi fueron en la Feria del Libro de Guadalajara y en un café de hotel en Barcelona. Ya no trabajábamos juntos, pero igual nos reímos mucho.
Y ya que estamos –si la ven dando vueltas por ahí, si de verdad existe– que alguien me devuelva esa foto, por favor, ¿sí?
Conocí a Tomás Eloy Martínez.
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