Domingo, 13 de junio de 2010 | Hoy
Por Martín Granovsky
Hay escenas graciosas, irónicas, grotescas y tristes, pero las mejores imágenes de Capitalismo: una historia de amor son las que muestran a Michael Moore pisando la realidad. “Pisando” no es una forma de decir. En un tramo del documental se lo ve con su padre. No están en una casa. Caminan por un descampado, los dos con sus gorras de béisbol. Michael alto y gordo. El señor Moore, bajo y flaco, con cierta pena en la mirada cuando señala que en el descampado estaba la fábrica de bujías donde trabajaba. La planta vendía sus autopartes a General Motors, corazón económico de los Estados Unidos en los ‘50 y los ‘60.
Ese parece ser el tema del nuevo documental de Moore: el corazón. En este caso, el corazón desolado por la pérdida de aquellos Estados Unidos del Moore todavía niño. Como dice un desempleado de la General Motors, “antes con un empleo en GM era posible sostener una familia, incluyendo cuatro semanas de vacaciones y una visita a Nueva York verano por medio”. Y además, “mamá no necesitaba trabajar”. Lo hacía si era voluntad suya buscarse un empleo.
A simple vista Capitalismo: una historia de amor parece una crítica al capitalismo. Error. Cero Marx por aquí. No hay una interpretación de la plusvalía. Nada de censurar el derecho de propiedad de, por ejemplo, una gran fábrica. Más bien, Moore añora esos tiempos. Lo suyo tiene un sabor neorrealista, en variante documental. Si hay una crítica, se parece a la de Full Monty, la historia de los metalúrgicos despedidos de Sheffield que se convierten en strippers para sobrevivir. Es una crítica por la pérdida de los viejos buenos tiempos del pleno empleo y la seguridad social, épocas que junto a los mecánicos estadounidenses y los metalúrgicos ingleses bien pudo conocer un ferroviario de Tafí o un obrero de Valentín Alsina.
En el caso de Moore, la historia tiene un aditamento. Se trata de una familia católica con acceso a sacerdotes que no tienen problemas en decir –ahí aparecen, filmados– que el capitalismo es el diablo. Por eso, Moore llega a preguntarse en qué momento de la Biblia (porque él no se enteró) Jesucristo se habrá hecho capitalista. Un punto interesante en la visión histórica es el enfoque sobre la Segunda Guerra. Es clásico decir que la guerra ayudó a los Estados Unidos porque impulsó la fabricación de bienes, en buena parte bélicos, y aceleró la salida de la Gran Depresión de los años ‘30. En la película el énfasis está puesto sobre la posguerra, por la tesis de Moore de que las automotrices avanzaron sin competencia externa: las automotrices alemanas habían colapsado por la guerra y las estadounidenses correrían con ventaja por unos años.
Otra pista más de la crítica de Moore: en la película tanto Alemania como Japón aparecen varias veces. Y en un momento, como modelo. Son presentados como un ejemplo de países en los que “los líderes conservadores, cuando llegan, no destruyen a la clase media” y donde “los trabajadores tienen voz en el comportamiento de los ejecutivos de la empresa”.
Las preferencias políticas de Moore están claras. “Un día los ricos escucharon que se acercaba algo, y por una vez no era otro Martini Seco sino el condenado norteamericano”, se lee cuando aparece Barack Obama en campaña.
Y al mostrar ese Michigan que ama, Moore recuerda cuando Franklin Delano Roosevelt mandó al ejército a reprimir. Pero esa vez, en 1937, no reprimió a los obreros que habían tomado una fábrica. Disparó contra la policía y los matones que golpeaban a las familias de los obreros.
El documental parece estar en línea no con los radicals, la izquierda norteamericana, sino con los liberals, el progresismo que, con Moore, está dotado de una fuerte impronta ligada al mundo del trabajo concreto como fuente de bienestar y de una desigualdad razonable. En sintonía con la opinión del Nobel de Economía Paul Krugman, cambiar esa sociedad por una mucho más desigual fue una decisión política de las clases dirigentes. Ronald Reagan, dos veces presidente desde 1981, fue el gran vendedor del nuevo modelo.
“Reagan encabezó la destrucción industrial para obtener ganancias a corto plazo y para destruir a los gremios”, dice Moore. ¿La clave de los Estados Unidos? Seguramente. La clave del documental, sin duda: el nombre de la compañía productora es, traducido, “El perro que come al perro”.
Es un documental contra la brutalidad despiadada que se hizo muy visible desde comienzos de la década de 1980.
“Ya no existe el término medio, no entiendo –dice un grandote–. Están los que lo tienen todo y los que no tienen nada.” El sheriff entra a una casa luego de hachar la puerta y pegarle al picaporte con un mazo. Un negro es desalojado mientras una señora grita: “¡Ahora hasta les ponen tapias a las casas! Nunca se había visto esto”. El carpintero que pone las tapias dice que solo era su trabajo. El desalojado explica: “Hace 41 años que vivo en esta casa. Es la casa de mis padres”.
Quienes extrañen al Moore que molesta para ser molestado y hace periodismo de esa situación, lo tendrán. El gordo Michael se sube a un camión de caudales y recorre Goldman Sachs y AIG, las primeras firmas quebradas del 2008 tras la bancarrota de Lehman Brothers. Con una bolsa, solo pide que devuelvan el dinero, que él lo llevará al Tesoro porque es de todos los ciudadanos.
Y hay grandes escenas de capitalismo explícito. “El buitre es un oportunista que llega a limpiar un cadáver”, dice un buitre que se dedica a buscar propiedades a precio vil luego de la crisis de las hipotecas–basura. El señor, nada distinto que el abogado de la argentina Caranchos, es ejecutivo de la empresa Condo Vultures. Condo es apócope de condominio. Vultures, traducido, significa buitres.
“Alguien me preguntó cuál era la diferencia entre un buitre y yo”, cuenta el buitre. “Yo no me vomito encima”, sonríe.
“Nada personal”, diría Don Corleone.
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