› Por Joao Bosco
Cualquier cosa que digamos respecto de la música de Hugo Fattoruso estaremos muy lejanos de su verdadera grandeza. Es una misión imposible traducir en palabras toda la magia contenida en ese alma musical que ciertamente fue forjada en los tambores, piano, chico y repique. Su trayectoria es envidiable. Lo conocí personalmente en 1989 cuando lo invité para participar de un disco que se llamó Bosco. Entre otras canciones de aquel disco, él marcó de forma indeleble con su piano y silbido la música “Varadero”. Donde quiera que yo vaya las personas siempre resaltan su intervención en esa canción. Fue Hugo que me habló de la música vocal, de la polifonía e improvisación de los pigmeos. Era su alma de candombe hablando alto.
Después de eso nos encontramos nuevamente en 1997, esa vez para grabar el disco As mil e uma aldeias. Fue en ese período que pude percibir toda la genialidad en las ideas musicales de Hugo. Era un disco que tenía como alegoría la música de mis ancestros, o sea, el mundo árabe, comprendiendo Africa del Norte y Oriente Medio. La imaginación de Hugo no conocía límites. Era como si sus ideas musicales correspondiesen a la traducción musical de un exponente de la literatura persa, Las mil y una noches. Era lo mismo que viajar sin salir del lugar. Era un espanto de belleza. Mi admiración por Hugo Fattoruso es inagotable. Un songbook con su música es una manera de pasar para las nuevas generaciones los caminos musicales de ese músico extraordinario, ciudadano del Uruguay y del mundo.
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