Domingo, 9 de enero de 2011 | Hoy
> MICHAEL J. FOX, SEGúN PASARON LOS AñOS
La gran estrella en ascenso de los ‘80 habrá sido Tom Cruise –con Robert Downey Jr., James Spader, Rob Lowe antes del escándalo y otros detrás–. pero si hay un actor que representa con autenticidad la década es Michael J. Fox. Si bien fue Volver al futuro la película que, tras reemplazar a Eric Stoltz en el papel de Marty McFly, lo convirtió en una celebridad internacional, tres años antes ya había conseguido su primer éxito, como protagonista de la serie Lazos familiares, gracias a que el actor que su productor Gary David Goldberg tenía en mente, Matthew Broderick, estaba en ese momento demasiado ocupado con otros trabajos. Poco recordada por acá, Lazos familiares es, tanto como la película de Zemeckis, un producto de su época que reflexionó como pocos sobre los ‘80. Durante las siete temporadas que duró Family Ties, entre 1982 y 1989, Fox fue Alex P. Keaton, aplicado estudiante con una clara y ambiciosa vocación: triunfar en Wall Street. Republicano recalcitrante, admirador de Ronald Reagan y de Richard Nixon, Alex era el gran chiste del programa, la gran paradoja del sueño aplastado de la generación previa: sus padres eran ex hippies, militantes pacifistas de los ‘60 que ahora vivían cómodos y tal vez algo aburguesados en una casa suburbana en Ohio. La serie se convirtió rápidamente en un éxito y aunque las participaciones de sus personajes eran más o menos parejas, pronto quedó claro que el centro del programa era Alex. Es decir, uno de los personajes más queridos de la televisión de su época era este rabioso aspirante a broker, arrogante y egoísta, el enemigo yuppie nacido y criado en el seno mismo del hogar demócrata-hippón de los Keaton. A las tres temporadas, el peso de la serie –por la que ganó tres Emmy y un Globo de Oro– había recaído tan desproporcionadamente sobre Fox que cuando le ofrecieron Volver al futuro no pudo aceptarla (y casi se perdió de ser Marty McFly).
Hasta entonces Michael Andrew Fox (nacido en Alberta, Canadá, en 1961, hijo de un policía y una maestra, la J. del medio es un homenaje al gran secundario de los ‘70 Michael J. Pollard) sólo había protagonizado una serie en su país, y algún telefilm. Cuando hizo Muchacho lobo (1984) creyó que eso era lo más alto que iba a llegar en Hollywood. El 3 de julio del ‘85, al estrenarse la película de Zemeckis, Fox estaba en Inglaterra filmando un especial de Lazos familiares: “Al irme, era un actorcito televisivo al que le iba bien, pero cuando volví a Estados Unidos me había convertido en Mickey Mouse”, dijo, con el humor que siempre lo caracterizó. Aunque su cara aniñada estaba por todos lados, incluso en posters a la par de Cruise y Lowe, Fox era, según lo describía la prensa, menos un galán que el chico que todas las madres querían para sus hijas. El karma del republicano bueno (algo así como el cliché de la puta de buen corazón), juvenil y vital, lo perseguiría y marcaría el resto de su carrera. No hubo muchas películas memorables para él en los años siguientes, sino apenas algún desafío, como el de El secreto de mi éxito, una fábula muy parecida a Secretaria ejecutiva, en la que interpretaba un personaje muy parecido a Keaton (un buen muchacho llegado del campo a la gran ciudad y triunfaba entre los inescrupulosos del mundo de los negocios), Luces de la gran ciudad (basada en la novela de Jay McInerney), y Pecados de guerra, la muy buena y muy maltratada película de Brian DePalma donde se le imponía estar a la altura de un demasiado intenso, casi insoportable Sean Penn. Luego fue el responsable de hacer simpáticas películas intrascendentes como Duro de aguantar, Doc Hollywood o Por amor o por dinero, pero no era el tipo de grandes producciones que le había augurado el éxito de sus años previos. Nadie se lo propuso, pero –la conexión estaba a la vista y se llamaba Huey Lewis and The News– Fox debió haber sido Patrick Bateman en una más temprana adaptación del American Psycho de Easton Ellis.
Los 30 lo encontraron en declive y hoy cuenta, como una suerte de adicto recuperado, casi renacido, que pasaba demasiado tiempo de fiesta en fiesta y borracho como para darse cuenta a tiempo de que no se estaba divirtiendo. Agradece a su esposa, Tracy Pollan (la madre de sus cuatro hijos, una actriz que conoció en Lazos familiares), haberlo ayudado a rescatarse, porque fue en esa época, hacia 1991, cuando ya se habían terminado la trilogía Volver al futuro y el éxito televisivo, que le diagnosticaron su Parkinson: el chico que siempre había parecido demasiado joven, contraía una enfermedad que en la mayoría de sus víctimas se manifestaba después de los 40, y tocaba fondo. Su primera reacción fue ocultar su enfermedad para protegerse de la prensa, y mantener andando su carrera todo lo que fuera posible, y así lo hizo durante siete años. En ese lapso volvió a la televisión de la mano de su antiguo productor Gary David Goldberg con una serie que trazaba un arco perfecto en su carrera: en Spin City interpretó un personaje muy parecido al que había hecho en 1995 en la película Mi querido presidente (donde era la mano derecha del clintonesco mandatario interpretado por Michael Douglas), ahora como Mike Flaherty, asistente, y muchas veces salvador del torpe alcalde de Nueva York. Tras la saga devastadora de los doce años de Reagan y Bush padre en el poder, decía Fox, el en el fondo inocente y buen chico Alex Keaton de Lazos familiares probablemente hubiera terminado como Mike Flaherty: redimiéndose y trabajando para los demócratas.
En 1998, resucitado por la televisión y tras tres temporadas exitosas de Spin City, pero acorralado por la angustia y el estrés de haber estado tratando de ocultar los efectos de su enfermedad degenerativa incluso ante gente con la que trabajaba, Fox dijo basta y reveló al público su mal. Lejos de la miserable compasión que tanto temía encontrar, obtuvo una amable y afectuosa respuesta de parte de la prensa y su público, y juntó el ímpetu para empezar una nueva carrera, militando activamente por la investigación para una cura de su enfermedad. Con el mismo espíritu de siempre --agradecido por sus privilegios de celebridad hollywoodense–, fue el primero en hacer chistes sobre su enfermedad, y echó a andar su fundación. En www.mi chaeljfox.org (página oficial de la Michael J. Fox Foundation) pueden leerse fragmentos de los tres libros que lleva publicados hasta el momento (Hombre de suerte: una memoria; La cabeza siempre en alto: las aventuras de un optimista incurable, y Algo gracioso ocurrió camino al futuro: giros y lecciones aprendidas), sobre cómo lidia con el Parkinson día a día, y sobre los avances de la investigación que él a ayuda a llevar adelante. Se trata de un relato ágil de alguien con el humor y la sensibilidad necesaria para entender que le ha tocado lidiar con una mano mala, pero en las condiciones ventajosas que le dan la fama y el dinero. La fundación ha sido un éxito, con recaudaciones millonarias y mucha publicidad. La oposición de la derecha republicana a la investigación a través de células madre ha proporcionado sus obstáculos, pero también algún impensado golpe promocional, como cuando el influyente comentarista radial Rush Limbaugh se burló de uno de esos avisos en los que Fox suele aparecer en cámara exhibiendo sin filtro los sacudones que le provoca la medicación. El efecto público de su gesto es potente, y Fox suele ser muy bien recibido por su franqueza desprovista de vanidad.
Retirado de la actuación, cada tanto vuelve a interpretar un personaje invitado en alguna serie: lo hizo en Scrubs, en Rescue Me (donde interpretó a su opuesto absoluto: un ex atleta parapléjico y resentido) y hace poco en un episodio de The Good Wife que se repite hoy en el cable. Lo notable es que Fox, cuyo estilo de actuación físico, volátil, está marcado desde siempre por un timing muy preciso, tendiente a la sobregesticulación, al movimiento permanente del cuerpo y las manos, ahora ha conseguido incorporar algunos de los efectos de la falta de control sobre su cuerpo a su juego de tics gestuales. Los efectos de su enfermedad se notan, y hay algo cruel en ello a la hora de sus apariciones en público por los 25 años de su mayor éxito. A los 49, el chico que nunca iba a envejecer lleva en su rostro todavía juvenil las marcas del sufrimiento, los trazos del esfuerzo y el desgaste de una vida bajo los efectos de su ingrata condición neurológica. El chico que fue algo así como el novio de América, exhibe los surcos que el tiempo dejó en su cuerpo cada vez que aparece en escena. Reinventado, interpretando a la perfección su nuevo papel, convencido y convenciéndonos de que está bien celebrar lo bien que la pasamos antes, pero de que es hora de seguir adelante y vivir lo mejor que podamos en el presente.
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