› Por Alan Pauls
Como casi toda mi generación, como buena parte de las generaciones que siguieron a la mía, soy hijo natural de María Elena Walsh. Tenía dos años, parece, cuando mi madre me llevó a la Casacuberta del San Martín a verla cantar en vivo. Debutábamos juntos, ella cantando, yo como espectador, en un prodigio incestuoso de sincronismo y asimetría. Un privilegio excepcional pero equívoco, y hasta un poco desolador, como todos los privilegios que descansan en algo tan delicado como una confabulación de espacio y de tiempo. Naturalmente, no tengo recuerdos de la experiencia. Pero ¿quién los tiene del flotario intrauterino donde espera, haciendo la plancha a oscuras, el momento de interrumpir el mundo con un aullido? Estoy harto de la memoria, esa matrona sobrevalorada. Hablemos de huellas. Una huella es más que un recuerdo: no tiene forma ni sentido, es potencia pura. El vivo deja marcas, no recuerdos. Los discos, los libros y la televisión se encargarían después de fabricar la MEW “para recordar” (parte no menor de la cual fue la modernidad deseable de su rostro, icono top en el mercado erótico infantomasculino de los años ’60). Fiel a su ley, aquel vivo de la Casacuberta se borró, y borrándose hizo lo que sabía: marcarme. Esas huellas fueron y son orales, brotan del encuentro entre un decir y un archivo nacional y forman el único legado MEW que reconozco: la trasmisión de una cierta imagen de la lengua argentina.
Quedaron por lo pronto ciertas palabras: “disparate”, “desbarajuste”, “santiamén”, “bochinche”. Muchísimas palabras con acento en la última sílaba (“cuatrimotor”, “patatús”, incluso “sarampión”, oída en boca de MEW mucho antes y mucho mejor que en boca del pediatra, y que expropiaba la enfermedad del mundo de la clínica médica para arraigarla en el mundo del juego o de la entomología infantil, donde pasaba a ser un bicho particularmente horrendo), ideales para articular esas rimas agudas, casi percusivas, que fueron el sello de la poesía de MEW. Pero puede que me equivoque y muchas de ellas ni siquiera aparezcan en su lírica. Es algo que sucede con los pioneros y los precursores: llaman la atención sobre un puñado de cosas que nadie había visto u oído y esas cosas, después, destiñen sobre otras, y así sucesivamente. No sé si soy capaz de describir el aura singular de la familia que forman esas palabras. Probablemente ya estuvieran pasadas de moda cuando MEW las cantaba. Eran llamativas pero modestas, a la vez coloquiales y afectadas. Estaban ahí, languideciendo en la lengua desde hacía tiempo, pero MEW –que fue la primera en escucharlas, lo que confirma hasta qué punto el oído, en los verdaderos poetas, precede siempre a la voz– parecía inventarlas cuando las cantaba y armaba con ellas una lengua nueva. Al revés de muchos de sus colegas de género (el gremio de la sospechosísima “canción para chicos”), MEW nunca se puso “a la altura” de sus destinatarios. No rebajó la lengua a una sintaxis básica, ni a un balbuceo enternecedor, ni siquiera a la glosolalia compradora de una boca llena de torta. Detectó y despertó en las zonas menos actuales de la lengua la posibilidad de un idioma chico. Algo común, compartible, y a la vez extraordinariamente teñido de particularismos, con la temperatura cómplice de la jerga y el gesto pícaro del contrabando. Muchas de las mejores canciones de MEW están escritas en esa especie de lunfardo de kindergarten. Bulubú es MEW; Tutú Marambá también. Pero MEW nunca lleva tan a fondo su programa como cuando dice “disparate”, por ejemplo, o “abatatarse”, reliquias que sólo ella supo escuchar de cerca, como voces de niño que hablaran, desoídas, en los pliegues del idioma de todos los días.
Quedó también ese arte excelso del diminutivo: “charquito”, “cañita”, “librito de yuyos”, “monitas”. Hay toda clase de empequeñecimientos y miniaturizaciones en las canciones de MEW. Pero eso, que podría haber sido una agachada demagógica, es en ella una lección de actitud y rigor. MEW enuncia los diminutivos con una altura indiscutible, una cierta altivez, una autoridad casi borgeana. El diminutivo no es un guiño sino una operación poética específica, muy técnica, destinada a problematizar las identificaciones que debería inducir. No es sentimental sino gráfico, y por lo tanto es puro afecto. Un afecto citado. Nunca le perdonaré, en ese sentido, esa escopetita verde con la que el cazador mata al Pájaro Pintón de tres balazos certeros: uno al canto, otro al vuelo, el tercero al corazón. Nunca le perdonaré ese matiz de inocuidad casi cariñosa aplicado al arma de fuego que convierte en viuda a la Pájara Pinta. (Mi hija, que de chica chapoteó también en la marmita MEW, me sopla que “La Pájara Pinta” está escrita en primera persona, como un alegato doliente de la Pájara, y que ese diminutivo acaso sea el modo en que la viuda trata de conjurar, minimizándola, su tragedia personal.) Pero nunca dejaré de agradecérselo tampoco. Aprendí más de esa perplejidad de estilo que de cualquier precepto moral.
Y queda por fin la dicción de MEW. Una dicción única, inconfundible, que se recortaba como en 3D contra el fondo cacofónico de la industria cultural argentina. El decir de MEW era preciso pero nunca deliberado; nítido, convencido, siempre bien colocado (como se dice de las buenas voces, los buenos actores, los efectos de las buenas drogas). Había en su expresión una seguridad no vanidosa, más bien adusta, que le permitía sin embargo todas las invenciones, los desvíos, incluso las fragilidades. Había clase en su decir, pero clase no era en ella una palabra homogénea: sus erres, virtuosas como ejemplos escolares, eran un alarde de redoble y vibración, pero sus eses eran fuertes y espesas y tendían siempre al acanallamiento de un arrabal varonero. La clase de MEW era dominio y destreza pero también mezcla, inclinación hacia lo otro: ese veteado sigiloso, a menudo exclusivamente tonal, que hace que las lenguas más “puras” (otra vez Borges) sean también las más inquietantes.
El 10 de enero, cuando MEW murió, yo volvía de Chile. Murió mi Sarmiento, pensé. Murió la Sarmiento de la segunda mitad del siglo XX. Es decir: no murió una cantante, ni una poeta, ni una artista popular; murió una maestra: la inventora de una máquina pedagógica que condensa como ninguna la poética, los valores, las creencias, las fobias y las ilusiones de la cultura progresista argentina y que lleva funcionando ya medio siglo. Siempre me gustó la clase de reserva con que MEW administró públicamente su sexualidad, esa vida privada que las necrológicas, en esta última semana, eufemizaron con un tacto que próceres o proceresas sólo suelen merecer cuando acaban de morir, disfrazando la pasión amorosa bajo la máscara de la “colaboración artística” y la comunión deseante bajo un “compañerismo de ruta” irreprochable. Sin embargo, en épocas siniestras (y hubo más de una en estos últimos cincuenta años en la Argentina), cuando toda diferencia era sospechosa y toda disidencia amordazada, perseguida o exterminada, en particular en un terreno altamente sensible como la educación, y también en sus temporadas bajas, cuando la retrogradez y el prejuicio se refugian en el sentido común, más de una vez sentí como una injusticia, una vergüenza, un verdadero papelón –para decirlo con una palabra bien MEW– el hecho de que el lesbianismo de la más grande educadora de la Argentina contemporánea fuera un secreto a voces y no una luminosa evidencia pública.
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