No es que Stieg se sentara un día delante de la computadora y exclamara: “¡Voy a escribir una novela policial!”. De hecho, casi podría decirse que nunca la empezó del todo, ya que jamás trazó un plan para el primer volumen, ni para los dos siguientes, y menos aún para los siete posteriores.
Escribía secuencias que, a menudo, no tenían ninguna relación las unas con las otras. Luego las “cosía” al hilo de lo que le apetecía y de la historia.
En 2002, durante una semana de vacaciones en una isla, me di cuenta de que se aburría un poco. Yo estaba escribiendo un libro sobre el arquitecto sueco Per Olof Hallman y él daba vueltas.
–¿No tienes nada que escribir? –le pregunté.
–No, pero estaba pensando en aquel texto que escribí en 1997 sobre un anciano que recibe una flor cada año por Navidad, ¿te acuerdas?
–¡Claro!
–Pues me gustaría saber qué ha sido de él.
Stieg se puso manos a la obra de inmediato, y el resto de la semana estuvimos trabajando al aire libre, cada uno delante de su computadora, con el mar en el horizonte y la hierba bajo los pies, felices.
Mi libro y Millennium, pues, tomaron forma al mismo tiempo.
Stieg era un hombre generoso, fiel, apasionado y, en esencia, bueno, pero también podía ser todo lo contrario. Cuando alguien se comportaba mal con él o con alguno de sus allegados, aplicaba el ojo por ojo, diente por diente. Jamás perdonaba nada y era muy firme al respecto: “Vengarse o vengar a los amigos –decía–, no sólo es un derecho, sino un deber ineludible”. Aunque en ocasiones tuviera que esperar durante años, Stieg siempre se vengó.
Cuando era adolescente, en Umea, Stieg se peleaba a menudo y en todas partes. Un día un chico le rompió un diente y tuvo que ponerse uno falso, de oro. Una noche, mucho tiempo después, Stieg se escondió para esperar a su agresor y lo atacó por sorpresa. A partir de entonces jamás tuvo ningún problema con ese chico ni con nadie.
Millennium permitió a Stieg denunciar a todos aquellos a los que aborrecía por su cobardía, su irresponsabilidad, su inmoralidad y su oportunismo: los militantes de salón, “guerreros que necesitan el viento a favor” o “timoneles de viento suave”; los falsos amigos que lo utilizaron para hacer carrera; los empresarios y los accionistas sin escrúpulos que se asignaban primas desproporcionadas... En ese sentido, sus libros fueron una terapia extraordinaria para Stieg.
Mucha gente cree reconocer a Lisbeth Salander. Algunos sostienen que es una periodista que trabajó en Expo. Joakim, el hermano de Stieg, pretende que se trata de su hija, con la que Stieg se escribía correos electrónicos. En una entrevista Joakim dijo que, como por arte de magia, aquellos correos habían desaparecido de la computadora de su hija...
Si Lisbeth se parece a alguien, es a Pippi Calzaslargas (en sueco, Pippi Langstrump), la heroína nacional sueca inventada por la novelista Astrid Lindgren. ¡Esta fantástica niñita ha contribuido mucho a la igualdad de sexos! Pippi no depende de nadie, sabe utilizar un revólver y navega por los siete mares. Pero, ante todo, tiene su propia concepción del bien y del mal, y se rige por sus principios, al margen de lo que digan los adultos.
La única Lisbeth Salander que existe en Suecia tiene sesenta años y vive en un pueblo perdido. Me escribió para contarme que estaba harta de los periodistas que la llamaban para preguntarle si conocía a Stieg Larsson. Al final, decía: “Si alguna vez pasas cerca de mi casa, ven a tomar un café, así charlaremos y nos reiremos”.
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