Dom 07.08.2011
radar

Superlógico

› Por Martín Pérez

Un grupo que baja de Sierra Maestra para tomar la Moncada pero, una vez ganada la batalla, en vez de asumir el poder, decide volverse a la sierra. Así se podría resumir la historia de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota: la pesadilla rocker del país del pop alfonsinista de los ’80, que hacia fines de los ’90 había derrapado hasta el say no more menemista. El verdadero say no more, claro está, vendría inmediatamente después, pero ya no habría Patricio Rey para (mal) soñarlo. Sin embargo, cual Casandra, Patricio lo había visto todo y lo había cantado desde mucho antes. Pero nadie pareció escucharlo.

Es más agradable recordar a los Redondos tomando Moncada, qué duda cabe, antes que pensarlos retirándose. Aquéllas fueron las épocas dominadas por esos rockeros bonitos, educaditos, a los que se les pedía que emboquen el tiro libre porque, si no, ahí estaba esperándolos el cine de terror del rock ricotero. Por entonces, los Redondos eran la resistencia rocker ante el pop de Soda Stereo, por ejemplo, manijeados por el suplemento juvenil hegemónico del momento, al punto de amañar una encuesta anual para negar la realidad de esas patas en la fuente. Algo que, claro, no pudieron hacer para siempre.

Para terminar de dar ese salto, de la periferia al centro, la poética redondita dio un giro fundamental, de adentro hacia afuera. Aquellas letras que retrataban los personajes de su entorno pasaron a leer lo que escribían las tribus de la calle. Y el público dejó de ser el de los sobrevivientes, para poblarse de los que estaban vivos, cabecitas nuevas que no pertenecían, pero querían saber. Un cambio que se vio claramente cuando, después de un parate que obligó a cambiar de integrantes, el grupo presentó sus nuevos temas, los de Un baión para el ojo idiota ante los viejos amigos de siempre, en Caras más Caras, donde primó la indiferencia. Algo que contrastó con la presentación oficial en un Cemento desbordado, como desbordarían todos los lugares donde eligiesen presentarse, hasta el triunfo pírrico de Obras. Y la bisagra de esa dialéctica de llegar, ganar e irse se llamó Walter Bulacio.

Si en estos días se cumple una década del último show de los Redondos, en abril de este año se cumplieron veinte años de la tragedia del joven ricotero, que murió en una comisaría por culpa del orden necesario para llevar a cabo el negocio del rock logrado a base del garrote de los edictos policiales. A pesar de haber dicho que nunca tocarían allí, los Redondos habían conquistado Obras; pero se puede presumir que a partir de entonces empezó su lenta retirada de Moncada. Polemizando con los que entonces eran sus aliados, los Redondos se fueron encerrando en sí mismos, al tiempo que los desbordes en sus shows ya no podían ser atribuidos a una crisis de crecimiento.

Esa lenta retirada fue la que desembocaría, diez años más tarde, en ese Let it Be del Chateau. Que había empezado a prenunciarse mucho antes, y que recién adquiriría su significado actual algún tiempo después. En el medio, tanto sus discos como los cada vez más multitudinarios y esporádicos recitales darían forma a un ejército de desangelados, pero no hay polémica posible de huevo y gallina en el desborde ricotero. Cuando el Indio decidió mirar hacia afuera y cantar lo que veía, crear un universo letrístico a partir de ese infierno cada vez menos encantador, de ese purgatorio rocker, en el mismo movimiento también dejó afuera la demagogia y cualquier pretensión didáctica. A su manera, a través del lente de su poética, el Indio fue un cronista. Y sus visiones fueron, qué duda cabe, síntoma y no enfermedad.

Por eso resulta equivocado, e incluso intelectualmente perezoso, tratar de seguir linealmente la pista Redondos hasta Cromañón. Porque nunca se limitaron a cantarle al pedazo o a pedir por la bolsa. El cura de la misa en latín que fue el Indio nunca intentó dar lecciones de nada, salvo aclarar, una y otra vez, que cada cual debía procurar cuidarse el culito a su manera, que nadie se lo iba a cuidar por ellos. Fueron otros intérpretes de esa misma liturgia, más literales o demagógicos, los que podrían guiarnos hacia la tragedia, junto a un público que creyó ciegamente en su propia fiesta. Pero ésa, como se dice por ahí, es otra historia. La de los Redondos, y su público, y su final anunciado, y su tragedia ajena pero vivida como propia, es otra. Una que se explica mil y una veces en sus letras. Todo es metáfora. Todo encaja. Todo es redondo. Porque, como cualquier ricotero sabe aun hoy, después de una década de ausencia, cuanto más trepa el monito, más el culo se le ve.

Nota madre

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