› Por Fernando Bogado
Si hay un dúo filosófico por excelencia en la historia del pensamiento occidental es el conformado por Karl Marx y Friedrich Engels (1820-1895), una amistad teórica que convierte muchas veces al segundo miembro de la asociación en una sombra detrás del título de “marxismo”. Así al menos lo considera Tristram Hunt, quien escribió una de las pocas biografías de Engels, titulada El gentleman comunista: la vida revolucionaria de Friedrich Engels, editada recientemente en castellano por Anagrama.
Hunt hace un excelente repaso de la vida de Friedrich, desde sus días en el pueblo renano de Barmen hasta su ubicación en la sede de la empresa paterna en Manchester. Engels creció en un ambiente pietista: la religión conformaba una práctica cotidiana que no veía con malos ojos el lucro personal, hasta el punto de que el éxito en la vida terrena abría la posibilidad de conformar, con el paso del tiempo, la lista de los destinados a la salvación. Lejos de todo entretenimiento o práctica cultural, el joven Friedrich rechazó con ahínco este mundo en el que creció pese a seguir el mandato familiar de continuar con el emprendimiento familiar y seguir los lineamientos de la incipiente clase burguesa en plena conformación: haz dinero y evita mezclarte con los obreros.
A través de una investigación perfectamente documentada y de estilo llano, directo, pero no por eso menos atrapante, Hunt relata la transformación del joven Engels, desencantado con la vida en Barmen, en uno de los más asiduos frecuentadores de los bares de Berlín, donde entre cerveza y cerveza se discutían las posturas del hegelianismo reinante y se criticaban las vehementes clases que Schelling impartía con el fin de minimizar la importancia filosófica de su fallecido amigo Hegel. El texto logra plasmar la figura del biografiado como una suerte de resultado de su época: del pietismo a la insurrección juvenil, del dandismo de bares y discusiones filosóficas al encuentro con la realidad en las apestosas calles de Manchester, lugar en donde se distanciaría de los objetivos sociales de su familia aún más con el fin de visitar a los obreros en sus pubs y socializar con ellos en cada momento que pudiera, lejos de las reuniones con champagne y astucia verbal que su clase exigía.
El aporte de Engels a la filosofía marxista no puede ser negado: Hobsbawm acompaña los primeros títulos de cada uno de los trabajos de Cómo cambiar el mundo con el nombre de los dos amigos, destacando siempre las similitudes y diferencias que podían plantearse en los aportes teóricos particulares de cada uno. El historiador inglés dedica un lúcido artículo a uno de los textos fundamentales de este dandy comunista: “Sobre Engels: La situación de la clase obrera en Inglaterra”, donde releva la importancia de sus descripciones de los oscuros paisajes industriales de la Inglaterra decimonónica para entender el impacto que el traslado a Manchester significó para un miembro de la Juventud Hegeliana (hegelianismo de izquierda) que se encontró no sólo con la extrema miseria y la vida alienada de los obreros de fábricas como la suya, sino también con su fuerte componente revolucionario: si bien los movimientos de 1848 que incumbieron a Francia y a Alemania no causaron mucho impacto en Inglaterra, vale la pena considerar los movimientos cartistas de 1842 o la propia variante de socialismo utópico, el owenismo, determinante para el giro al socialismo científico.
Biografías como las de Hunt retoman el contexto contemporáneo de crisis financiera e ideológica casi con el mismo objetivo de Hobsbawm, sólo que cambiando de persona: Engels también merece una fuerte revisión, una consideración de su aporte particular a la teoría marxista básica, más allá del ámbito de los expertos.
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