J. EDGAR, RETRATO INTIMISTA DEL GRAN EXTORSIONADOR SEGúN CLINT EASTWOOD
› Por Mariano Kairuz
“Prefiero un hijo muerto que un hijo marica”, le dice la madre (Judi Dench) a John Edgar Hoover en la nueva película de Clint Eastwood, la biopic J. Edgar, y para esta altura del relato ya podemos imaginar el impacto que las palabras de esta madre dominante con la que el creador del FBI vivió hasta la muerte de ella, habrán tenido sobre el ya maduro muchacho. Durante años, el rumor (jamás confirmado) acerca el hombre que persiguió a todo norteamericano al que sospechase de tener simpatías comunistas, que hizo expulsar e impidió tomar a negros y homosexuales en las filas de su organización, era que le gustaba ponerse vestidos de fiesta. Cualquiera podría haberse imaginado entonces a un Hoover festivo –-un poco ridículo incluso, con esa cara de bulldog que tenía– en busca de emociones fuertes en la intimidad, lejos del ojo público, de la máquina de control y vigilancia que él mismo encarnó con tanta saña. Sin embargo, la película de Eastwood, protagonizada por Leonardo DiCaprio, evoca más bien, como han señalado muchos críticos norteamericanos, a Norman Bates. Y de algún modo ése es el tono de J. Edgar: uno sombrío, marcado por las frustraciones de uno de los personajes más influyentes de la política norteamericana del siglo XX, por sus obsesiones, sus temores, sus impulsos y sentimientos reprimidos.
J. Edgar arranca con el relato en flash-back de las memorias de Hoover, que el protagonista va dictando a distintos jóvenes enviados por la agencia federal, y enseguida se retrotrae a 1919, donde una escena enmarca el origen de su obsesiva cruzada contra el enemigo “antinorteamericano”: ahí lo vemos, con menos de 24 años, siendo testigo del explosivo y destructivo atentado que un grupo de anarquistas ejecutaron contra la casa del fiscal general Mitchell Palmer, jefe por entonces del joven J. Edgar. Poco después, en otra escena temprana, le explica a quien será su secretaria y mujer de confianza por casi cinco décadas, Helen Gandy (Naomi Watts), sus planes para crear un registro total de los habitantes del país y un moderno banco de huellas dactilares, y empieza a soñar con la tecnología forense que aún predominaría en las investigaciones criminales 80 años más tarde. También presenciamos su riguroso proceso de selección del personal para la agencia que le dan a dirigir cuando todavía es muy joven y que eventualmente convertirá en el FBI. Pero es una escena breve, casi aislada dentro de estas secuencias que van y vienen en el tiempo, la que da una de las claves del poder político que alcanzó el personaje: transcurre a principios de los ‘60; un Hoover ya sesentón se encuentra con Bobby Kennedy, en ese entonces fiscal general, y su jefe, y le indica que tiene en su poder material comprometedor sobre las relaciones extramatrimoniales de su hermano presidente. En esta escena aparece el Hoover más temido, el que supuestamente tenía, en sus famosos archivos secretos, la “mugre” de los poderosos; el extorsionador que se enquistó al frente de la agencia federal por décadas –y atravesando las gestiones de ocho presidentes–. Cuál era la “mugre” que tenía sobre los demás, nadie lo sabe. (“Me gusta la idea de que no tenía nada, de que construyó su poder sobre puro palabrerío”, dice Eastwood en una entrevista). En otros momentos se echa un vistazo a algunos de esos archivos: se ríe de la carta de Eleonore Roosevelt a la periodista Lorena Hickok, mejor amiga y probable amante, se encierra a escuchar los tapes de Martin Luther King en pleno acto sexual. La combinación de sexo y política es un eje fundamental de la película. Tan fundamental, que todo lo que hizo este personaje enorme –para bien y mal– que fue Hoover, su aventura política y policíaca pura y dura, va quedando relegado a un segundo plano en relación con la indagación personal, íntima, y hasta psicológica del personaje.
Así fue como se lo propuso el guionista Dustin Lance Black: lo que con el correr de las escenas se va a apoderando del centro emocional de la película es la relación de Hoover con su amigo Clyde Tolson, a quien empleó en la agencia a pesar de no cumplir rigurosamente con todos los requisitos que sí exigió del resto del personal porque –la puesta en escena y en especial la actuación de DiCaprio lo hacen evidente– se sintió atraído por él. Hoover trabajó junto a Tolson hasta el fin de sus días, compartiendo casi todos sus almuerzos y sus cenas y sus vacaciones (que pasaban en una misma habitación) y con quien se llegó a dejar ver, según algunos testimonios, tomado de la mano. Tolson está interpretado por Armie Hammer, el relativamente desconocido veinteañero que interpretó a ambos hermanos Winklevoss en Red Social. Y Black, el guionista, es el mismo que dos años atrás ganó el Oscar por Milk, el retrato del político activista gay Harvey Milk, filmado por Gus Van Sant y protagonizado por Sean Penn. “Para mí estos dos eran una suerte de extremos, uno era el espejo del otro –dijo Black–. Uno de ellos tuvo un poder político extraordinario, el otro simplemente trató de adquirir una pequeña porción de ese poder. Uno salió del closet y al hacerlo difundió esperanza. El otro se quedó en el closet y difundió miedo e inseguridad. Pero las especulaciones que corrieron durante generaciones sobre Hoover, ese ‘oh, sí, iba por ahí corriendo en vestidos de fiesta’, a mí nunca me resultó creíble, y mis investigaciones probaron que no era verdadero. A su vez, si uno revisa su performance heterosexual –qué hizo y qué no hizo, más allá de que haya consumado– verá que fracasó miserablemente. Cuando uno compara su vida y comportamiento con los de los gays de su época –a muchos de los cuales conocí y entrevisté–, se ajusta muy bien al estereotipo. Y cuanto más examinamos su relación con Clyde Tolson, más encontraremos cómo refleja las relaciones que tenían lugar en la era pre–Stonewall, antes de la revolución sexual. Es evidente que si viajaban juntos al trabajo y almorzaban y cenaban juntos, no era para ahorrar viáticos; y la colección de fotos de Tolson durmiendo que tenía Hoover también me dice algo. Es cierto que alguna gente, parte del público gay, saldrá decepcionada del cine porque no hay una escena fuerte de sexo. Se preguntarán ‘¿Por qué no es más definido? ¿Por qué el tema no se discute más abiertamente?’. Habría sido deshonesto respecto de la época. Las escenas incluidas en el guión están basadas en investigaciones: existen varios testimonios de la pelea en la habitación de hotel entre Tolson y Hoover que vemos en la película (y en la que J. Edgar rechaza agresivamente un beso de Clyde); de hecho, Tolson no fue a trabajar durante una semana porque tenía un ojo negro. Y si no hay una gran escena de sexo es porque realmente no sé si tuvieron relaciones sexuales.”
Para muchos de sus espectadores, sin embargo, el gran interrogante será no tanto qué se sabe en verdad de la vida secreta del hombre de los secretos, sino más bien cómo llegó Clint Eastwood a esta película. A los 81, pareciera que el hombre que se hizo famoso interpretando a ejecutores impiadosos (cowboys y detectives que se ponen por encima de la ley) ha entrado desde su western crepuscular Los imperdonables en un camino revisionista acelerado y sin retorno. De su hombre del rifle que mira hacia atrás con remordimiento, a su cuestionamiento de la pena de muerte en su país (Crímenes verdaderos) y del accionar del gobierno durante la Segunda Guerra –que además contó desde puntos de vista enfrentados en su díptico La conquista del honor/ Cartas desde Iwo Jima–; pasando por la fábula redentora del veterano de Corea que se sacrifica por la no violencia (en la extraordinaria Gran Torino) y su acercamiento a la opresión histórica de distintas minorías (primero con el apartheid en Invictus y ahora, de manera más oblicua, pero con cierta, podría decirse, ternura, en J. Edgar), e incluso en su inesperada inmersión en el mundo de lo espiritual (Más allá de la vida) se ha ido forjando otro Eastwood. Paralelamente, el votante republicano registrado en 1951 se expresa hoy como un auténtico liberal (declarado pro aborto, matrimonio gay y protección ambiental), aunque todavía “conservador en lo que hace al recorte del déficit fiscal. En eso soy un halcón. Pero en lo que realmente creo es en que debemos gastar un poco más de tiempo dejando a todo el mundo en paz. Denle a la gente la oportunidad de vivir la vida que le dé la gana. Me importa un carajo quién se quiere casar con quién. Y francamente me importa un carajo si Hoover era gay o no”.
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