> HOUSE: GRANDEZAS Y MISERIAS
› Por Marcelo Figueras
Hay dos razones, y sólo dos, que explican por qué existen tan pocos personajes memorables en la narrativa contemporánea. Una: los narradores, tanto literarios como audiovisuales, han perdido el interés en un aspecto de la creación que durante siglos fue esencial a su oficio. (Si se les pregunta, algunos dirán que es una convención pasada de moda, que no existe más personaje que el yo. Así, parte de esos algunos ocultarán lo que podría calificar como tercera razón: que ya no saben cómo crearlos.) Dos: porque los personajes memorables lo son ante todo para el lector y el gran público, cuando para el creador son tan sólo una pesadilla. No hay artista que no tenga un ego enorme, es parte de las condiciones del trabajo. Ergo, no existe artista que agradezca del todo que una obra suya crezca más que su propia figura. ¿Cuánta gente que sabe quién es Sherlock Holmes no tiene idea alguna de quién fue Conan Doyle?
El Conan Doyle del doctor House se llama David Shore. Guionista de profesión, productor por conveniencia. Shore nunca ocultó que su personaje era tributario de Conan Doyle: House, Holmes; Wilson, Watson; el intelecto desbocado y la misantropía de su protagonista, sólo que en este caso aplicados no al crimen deliberado sino al azaroso de la salud que naufraga. Puedo imaginarme a Shore presentando su pitch ante los ejecutivos de Fox: “Desde que E. R. fue un éxito todas las series de médicos son corales, y por ende caras. Tengo una ideíta para un show nuevo...”.
La ideíta funcionó. Dr. House se convirtió en un éxito y transformó a Hugh Laurie (merecidamente, por cierto) en una estrella. Pero ya desde el primer capítulo House exhibió sin afeites sus grandezas y miserias. Sí, el del doctor House era un personaje más atractivo que la media: el Ello (das Es) del aparato psíquico freudiano hecho carne, alguien que decía y hacía las cosas que todo espectador deseó decir y hacer alguna vez sin encontrar el coraje necesario, y a quien podíamos permitirnos concederle un perdón tranquilizador (para nosotros, antes que para House) porque al fin y al cabo salvaba vidas. Sería ingenuo no asumir que el corsé del formato episódico, del subgénero serie-de-médicos y de las subtramas sentimentales fue funcional a su gran éxito. Por algo House es un personaje más conocido, aunque nunca mejor, que los McNulty y Bubbles de The Wire y el Al Schwearengen de Deadwood.
Por muy aplicado que fuese Shore como alumno de Conan Doyle, con Dr. House cometió un error grave. (Insisto: en términos narrativos, ya que no mercantiles.) Las historias de Sherlock Holmes funcionan porque están vistas desde el doctor Watson, un hombre parecido a los lectores que lo convirtieron en éxito: de inteligencia razonable, conservador, moralista y convencido de que el universo tiene un Sentido (sí, con mayúscula), que, como el sol, está, aunque no lo veamos. En ese marco la excepcionalidad de Holmes hace ruido, el detective de Baker Street nunca deja de ser un misterio, pero se torna aceptable a causa de sus resultados porque reestablece el Sentido, el orden subyacente al universo. Dr. House, sin embargo, optó siempre por apegarse a la mirada de su protagonista. Y desde los ojos del doctor House el universo (empezando por la gente que lo rodeaba –Wilson incluido– y siguiendo por los pacientes, que casi nunca eran tan interesantes como sus enfermedades) se volvía un fenómeno menor, casi anodino –digámoslo de una vez: aburrido–.
Y así House se convirtió en un Personaje en Busca no de un Autor, sino de una Serie que le Haga Justicia. A quien uno siguió durante algunas temporadas (no las ocho, como casi nadie), esperando que alguna vez el marco que lo constreñía estallase para reconstruirse a su altura. Cosa que no ocurrió, y mucho menos en el final lleno de trucos melodramáticos y saturado de sentimentalismo. House brilló tan sólo cuando House se permitió ser verdaderamente cínico y despiadado, con los demás y consigo mismo. En perfecta simetría, se desintegraba cuando sometía al personaje a demandas del formato que la mejor parte de la TV ya da por superadas, por ejemplo, la necesidad de que el protagonista aprenda algo nuevo sobre la vida en cada capítulo, o se redima.
Preguntarse qué es de ciertos personajes más allá de los relatos que los originaron no es inusual, ni vano per se. A todos nos gustaría saber qué fue de Rick Blaine una vez que Ilsa dejó Casablanca. (Lo cual no significa necesariamente, Dios nos guarde, que veríamos con buenos ojos el rodaje de Casablanca II.) Es válido, pues, preguntarse qué será de la vida de House una vez que se despida de Wilson de manera definitiva. Con un poco de suerte se mudará a Manhattan y cruzará caminos con un cuarteto de neoyorquinos que, al igual que él, pasaron tiempo en la cárcel sin aprender nada y siguen siendo tan egoístas, superficiales y despiadados como siempre. Y así, en el Cielo de las Series, House pasaría el resto de sus días intercambiando cornadas con Jerry, George, Elaine y Kramer en lo que podríamos titular sin complejos como Seinfeld & House.
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