› Por Leonardo Moledo
Bradbury fue el primer autor de ciencia ficción que leí y para mí hizo ingresar un género que erróneamente creía marginal, y sin interés alguno, en el torrente de la literatura. Creo que la clave está en que si bien utiliza la tecnología como leitmotiv, está más del lado de la literatura fantástica que del “género”. Más cerca de la divina Ursula K. Le Guin que de Asimov (con el tiempo asumí que también la ciencia ficción más dura se encuadraba dentro de lo literario).
Me pregunto qué pasa con Bradbury si se lo relee hoy: probablemente algunos de sus libros (en especial el que lo dio a conocer en la Argentina, Fahrenheit 451), sonarían a tecnofobia quizás un poco ingenua, como algunos de sus cuentos, o incluso Crónicas marcianas.
Y creo que es cierto que, en general, Bradbury desplegó una tecnofobia muy propia de la era de la Guerra Fría y el temor al desastre nuclear, así como al ascenso del capitalismo de marketing que hoy lo invade todo. Pero, sin embargo, y aunque parezca extraño, creo que pese al pesimismo de Fahrenheit 451 y a toda esa catarata de advertencias sobre los peligros de la tecnología, que podrían devorarnos como los leones del primer cuento del maravilloso El hombre ilustrado –que incluye también un cuento inolvidable sobre Venus–, creo, decía, que Bradbury en el fondo confía en la tecnología y que confía en que habrá maneras de manejarla, y piensa que, finalmente, será la tecnología la que salvará al hombre, y le permitirá confiar en ella como para acceder a un mundo, si no mejor, por lo menos más tranquilo y acogedor. Aunque ese mundo sea Marte. Porque para realizar la utopía marciana, claro está, hacen falta cohetes.
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