> SU úLTIMO DISCO, DEDICADO A LOS POEMAS DE GARCíA LORCA
› Por Diego Fischerman
Vida y obra. Y la idea, romántica, de que no sólo una informa y completa a la otra sino de que, tal vez, ni siquiera sean cosas del todo diferentes. Los textos de Lord Byron no serían lo mismo sin su biografía pero, más aún, su personaje quizás haya sido la principal de sus creaciones. Y si hay una encarnación virtuosa de aquel mito, si hay un lugar donde el Romanticismo ha sobrevivido a la modernidad y a sus secuelas, es el del cantante popular. Piaf, Goyeneche, Mercedes Sosa, Billie Holiday y, por supuesto, Chavela Vargas, se cantaron a sí mismos. Y fueron capaces, también, de cantar sus propias muertes.
Todo en Chavela Vargas es autobiografía. Su látigo y su pistola, en la década de 1950, pero, sobre todo, su gesto aparentemente mínimo de no cambiar “ella” por “él” en las canciones de amor, leído por unos como una forma extrema de respetar la esencia de las canciones, pero entendido por otros, sin dudas, como una declaración de género, en el marco de una sociedad machista y conservadora, son parte de su obra. Como lo es el puro hecho de que esas rancheras fueran repertorio esencialmente masculino. Y, lejos del último lugar en importancia, su jactancia alcohólica. También, ya en su vejez, la lectura de Almodóvar (“no hay un escenario suficientemente grande para ella”, diría), que la convirtió en una de las armas de su heráldica, resulta indivisible del sentido de esa voz que fue, poco a poco, saliéndose de este mundo y que encuentra, en el póstumo La luna grande, la forma más perfecta de la despedida.
Hay allí dos guitarras, de Juan Carlos Allende y Miguel Peña, que tocan, de manera ejemplar, varias de las canciones que formaron parte de esa autobiografía: “La llorona”, “Macorina”, varias piezas de Agustín Lara: “Noche de ronda”, “Se me hizo fácil”, “Mujer”, “Santa” y “Piensa en mí”. Y hay una voz que no las canta. Que dice, casi para sí, desencarnada, poemas y fragmentos de Federico García Lorca –otro que acabó siendo más el símbolo que nunca buscó, que el propio poeta que quiso ser–, hablando de otro, y con la mirada de otro, para hablar, como siempre, de ella misma. Con una impecable producción del sello argentino Acqua, este disco enlaza, en todo caso, figuras de una heráldica y lo hace, como no podría ser de otra manera, en el inmenso campo de lo no dicho. O de lo que no es necesario que se diga.
Nada hay de la iconografía gay en un texto maravilloso como “Noche del amor insomne”, pero es que en este caso, lejos de una mera operación de cortado y pegado, su sentido acaba de completarse con la música de “Si no te vas”. Y, más precisamente, con el recuerdo de la versión cantada por Vargas. Algo similar sucede en “El cielo tiene jardines”, un fragmento de Yerma donde los dos versos finales –“Señor, abre tu rosal / sobre mi carne marchita”– cobran una especial vibración junto a la música de “La llorona”. La luna grande es un disco extraño. Atípico por donde se lo escuche. Un disco, podría decirse, que no tendría sentido si no fuera de Chavela Vargas. Pero, claro, no sólo es, ante todo, un disco de ella sino que es, precisamente, el disco que ella grabó antes de irse a morir a Cuernavaca, al mismo lugar donde 22 años antes había muerto Manuel Puig. Y es su voz, con un ritmo y una cadencia extraordinarios, la que, con una música propia, acaba diciendo, en un salmo: “¡Ay qué camino tan largo! / ¡Ay mi jaca valerosa! / ¡Ay que la muerte me espera, / antes de llegar a Córdoba! / Córdoba / Lejana y sola”.
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