> SU ENTREVISTA CON RADAR EN 1999, DONDE REPASó SU PROPIO MITO
› Por Juan Ignacio Boido
¿De dónde vienen las canciones? Jueves a la tarde, Chavela Vargas atiende el teléfono no se sabe exactamente dónde, dice “Diga”, escucha con tanta atención que se oye el silencio de jueves temprano en la otra punta de la línea, y contesta: “Yo tampoco”. Silencio. Recién después dice: “¿De qué se ríe la Gioconda? No sé. Como tampoco sé de dónde vienen las canciones. Sobre todo porque una casi nunca está satisfecha con cómo las canta. Aunque a veces, muy pocas, escucho algo que grabé y no sé de dónde sale eso. Sé que en la mitad de la canción se me parte la voz y me sale ese llorido no sé de dónde. Yo nunca he llorado sobre el escenario, porque me parece un poco cursi. Entonces canto así, como si después de cantar pudiera conseguir un poco de paz. Después pasa el concierto, me encierro en el cuarto de hotel y vuelvo a reciclar todo para el próximo. Y vuelvo a cantar. Estamos hablando de una angustia existencial y yo soy esa angustia. Puede que todos la tengamos, sólo que algunos nos damos cuenta: sufrimos porque nacimos desesperanzados, sin encontrar la paz. No es el amor, no es la pareja. Es una paz que no se presenta”.
“Las amarguras no son amargas / cuando las canta Chavela Vargas”, la homenajeó hace unos años Joaquín Sabina. “Nadie, excepto Cristo, abre los brazos como Chavela Vargas”, explicó hace menos años Pedro Almodóvar, al costado de un escenario. Vivió con Diego Rivera y Frida Kahlo. Cantaba casi sobre el hombro lo que un batallón de monstruos del calibre de José Alfredo Jiménez, Agustín Lara, Cuco Sánchez y Jorge Negrete terminaban de componer en las mesas del legendario bar Tenampa. Y sin componer una sola canción consiguió –como Billie Holiday, Edith Piaf, Nina Simone, Sarah Vaughan, Ella Fitzgerald– reinventar muchas hasta hacerlas propias. Fue amiga de los zapatistas de Zapata y es celebrada por los zapatistas de ahora. Le dedicó a una mulata la canción que sería himno de la guerrilla salvadoreña. Un amigo se pegó un tiro mientras ella cantaba “El último trago”. El rumor jura que fue amante de Trotsky y que fue la primera mujer a la que un mexicano le entabló juicio por robarle la esposa. Una vez le regalaron un anillo con un número de teléfono en diamantes al que nunca llamó. Se metía en un bar en Acapulco y amanecía en Grecia. Hasta que un día, en los ’70, cerró la puerta de su casa, juró que no volvería a cantar y se instaló en un pueblo a beberse su fortuna. En el ’91, mientras seguía tomando tequila en un bar, oyó cómo la daban por muerta. Un año después cantaba en una película de Almodóvar, calculaba en 45 mil los litros de tequila bebidos en su vida, y se convertía en un mito itinerante que todavía hoy, a los ochenta años, se resiste a bajar del escenario.
“No sé si es una ventaja o algo terrible, pero el alcohol me ha borrado buena parte de la memoria. Eso sí, nunca se me han olvidado las canciones. Hay muchas que las he cantado tantas veces que ya se me hicieron propias. Si alguna vez tuvieron algo ajeno a mí, ahora lo han perdido. Cuando me paro en un escenario, no existe nada afuera. Es una amnesia extraña. Un desdoblamiento del estado de ánimo. Después de cantar un par de horas, no me acuerdo quién soy. La música puede llevarte a eso: después de mucho tiempo, hay que hacer el esfuerzo de volver atrás para saber quién es una”, dice Chavela Vargas, dispuesta a hacer el esfuerzo y –sin pedir demasiadas preguntas a cambio de muchas explicaciones– volver atrás para recorrer su propio mito.
Para empezar: Chavela Vargas sabe que está el mito de su voz –45 discos, 500 canciones– y el mito detrás de la voz, que nadie sabe dónde empieza y mucho menos cuándo va a terminar. “Nací en Costa Rica, pero no tengo nada de ahí”, dice la voz de Chavela Vargas desde la otra punta del teléfono. “Ahora voy a visitar a mi hermana, pero me voy enseguida. Hace años, allí me hicieron mujer a punta de latigazos, cuando yo todavía era muy joven. Mi niñez fue espantosa. Y peor: idiota. Me parieron y me dijeron que si me acostaba con un señor, quedaba panzona. Eso fue todo. Tuve herpes y la polio me dejó ciega, y las dos veces me curaron los indios. Pero para qué hablar de eso, si hay un abismo entre esa niña y yo. Ya se acabó. Me fui a los dieciséis para siempre. Aunque ahora vuelva para visitar a mi hermana.” A los dieciséis años, después de ocho horas de avión, aterrizó en el DF mexicano, donde empezó a estudiar arte dramático y a cantar en fiestas “para comprar una copita y ver si alguien nos regalaba una botella”. Hasta que recaló en la casa de Diego Rivera y Frida Kahlo: “Les caí tan bien que me adoptaron y me quedé a vivir dos años. Fue muy bueno andar por ahí, porque yo no había tenido tiempo de terminar la escuela. Eran divertidos. Ahí conocí a Trotsky y a muchos pintores que llegaron muy lejos. Hablaban todo el tiempo de pintura, aunque nunca los escuché discutir. Será porque Frida los callaba con dos palabras. Un día llegó Diego de Rusia. El mayordomo le abrió la puerta y él me dijo, nomás pasar: ‘Te presento a mi esposa’. Yo le contesté: ‘Diego, tu esposa está adentro’. Entonces fue al cuarto y le dijo: ‘Pues, qué barbaridad. Me casé, Frida, se me olvidó’. La rusa se quedó en México, se puso Angelina Veloz de nombre y se volvió fotógrafa. Se hicieron muy amigas con Frida. Ella era muy amiga de todas las mujeres de Diego. De Guadalupe Rivera, de Angelina, de varias más que ya ni me acuerdo. Se juntaban a tomar café y a hablar mal de Diego, que era muy codo porque no les daba dinero”, dice Chavela Vargas. “¿Yo? No, nunca me casé con Diego en una borrachera. Ni con Frida. Diego era como María Félix. A él le gustaba mucho María. Le escribía mil recados y se los dejaba por ahí. Sapitos hablando, sapitos saludando, sapitos besándose. María llegó a tener una colección de sapitos dibujados que valía una fortuna.”
Cantando en cantinas “por la copa”, Chavela Vargas empezó a regar la leyenda con tequila, amenazas desde el escenario a los amantes infieles, desafíos a duelo con matones, luces apagadas a balazos, pantalones, ponchos, mujeres, y fama de amante serial (“En Alemania hay una leyenda sobre mí muy divertida. Según dicen, yo me robaba gente a caballo. Mentira. Qué caballo. Era mi Alfa Romeo. Un noche de borrachera, José Alfredo Jiménez se subió a su Ford blanco en el DF y llegó hasta Estados Unidos. Sólo que en el camino despedazó el coche: llegó sin puertas ni techo ni nada. Motor y volante. Después de oír eso, cuando me compré mi Giuletta Sprint, lo pedí blanco. Y sí, iba rápido y levantaba gente. Pero no me la robaba. Y no sé de dónde sacaron el caballo”). Para la época del Alfa Romeo, Chavela Vargas cantaba por un poco más que “por la copa” en el Hotel Mirador de Acapulco y recibía regalos que regalaba compulsivamente cada vez que subía y bajaba del escenario. “Borrachísima. Por esa época me entretenía mucho con las estrellas de Hollywood. Elizabeth Taylor y Mike Todd, Debbie Reynolds, Katharine Hepburn, Lana Turner, Clark Gable. Todos iban a parar al bar La Perla, en Acapulco. Y bueno, yo tenía la ventaja de conocer borrachas a esas estrellas: se veían muy distintas a cómo aparecían en la pantalla. Un día, Ava Gardner necesitaba ir al baño y me pidieron que le indicara el camino para que no se perdiera. La enfilé hacia el excusado y le dije que, si seguía derecho, no se podía perder. La Gardner era un animal precioso, tendrías que haberla visto trepándose a las sillas y caminando por arriba de las mesas con tal de mantener su camino en línea recta y no perderse.” Hollywood, La Perla, estrellas, diamantes, una sobria amistad con Grace Kelly (“Sí, muy amigas con Gracia”) y, sobre todo, el vicio de seguir grabando discos y vaciando canciones a un ritmo sostenido: “Siempre acompaño a los que lloran. Para eso, a lo mejor, sirven los discos. Un día, por ejemplo, mientras yo cantaba eso de ‘Siempre caigo en los mismos errores’, una actriz de Hollywood empezó a llorar. Era la esposa de Vittorio Gassman. Me fui a su mesa y le pregunté qué le pasaba. Me dijo que se había puesto una borrachera espantosa porque él la había dejado. Qué iba a hacer. Estaba sola. Me puse a llorar con ella”. Hasta que un día fue a Cuba: llegó para cantar una noche, se quedó a vivir dos años. Dejó la isla con una resaca fatal y “Macorina”, plegaria sexual desatendida escrita por Alfonso Camín, que Chavela Vargas cantó hasta convertir (“Ponme la mano aquí, Macorina”) en celebrado himno lésbico. “Lo de Cuba fue muy divertido. Pero la culpa de todo lo tiene la barra Bacardi. Ellos fueron mi perdición, cuando me dieron un pase de cortesía para que fuera a las cinco de la tarde a tomar un cóctel. Esa misma tarde me encontré con Macorina, una mulata hija de negro con chino. Años después, todos los hombres decían que me amaban, pero era mentira: estaban con Macorina. Ahora, los guerrilleros cantan ‘Ponme la mano aquí, Macorina, para tapar la herida que me dejó la bala de la revolución’, y con eso le han quitado un poco de sensualidad a la pobre Macorina, que vivió hasta no hace mucho. Aunque nunca la volví a ver. Y está bien. Esas cosas no se repiten.” Cuando salió de Cuba, volvió a México y –“Macorina” de por medio– el mito creció y se multiplicó, y ya no era uno sino dos: la voz y el mito detrás de la voz. “Mis más grandes amores han estado en España. A Estados Unidos iba a visitarlos, pero no mucho. No me gustaba el ambiente: muy sofisticado. Raro. Eran simpáticos fuera de Estados Unidos. De turistas en Acapulco, donde nadie los molestaba y vivían felices. El otro día estaba viendo una vieja película de Errol Flynn, que fue el marica más grande de Hollywood y la iba de machote. Ay, si en Acapulco la pasaba tan bien con todos los lancheros. Con Rock Hudson salíamos por la calle La Quebrada a comprar chocolate. Las chicas le decían ‘Ay, qué guapo’, y él se hacía el tonto. El, con los lancheros. En España, en cambio, he tenido mis grandes amores. Cuando estaba borracha, me daba la nostalgia por El Greco y agarraba un avión a Toledo para ver La muerte del conde de Orgaz y seguir bebiendo con unos gitanos amigos. El Greco es una fascinación que me quedó de mis años con Frida y Diego. Aprendí mucho con ellos, sobre todo en un recorrido que me dieron por el Museo del Prado, en el que me explicaron a mí sola las fallas que ellos veían en las pinturas. Era encantador cuando me mostraban por qué Isabel la Católica estaba mal sentada sobre el caballo en un cuadro de Velázquez.” Quince años después, en el ’73, el grado de alcohol en sangre la volvió altamente inflamable: una noche cantó tres veces seguidas la misma canción; y dos días después, bajo la furia etílica de la misma borrachera, miró a cámara y apareció en todos los televisores de España repitiendo el estribillo de “Macorina” hasta que la sacaron del aire. “Un día dije: ‘No vuelvo a cantar’. Y no volví a cantar por quince años. Todavía no sé por qué. Es uno de esos momentos en los que una está a punto de volverse loca y no se da cuenta. Entonces tiene reacciones muy extrañas, como fue eso de no volver a cantar. Estaría tan borracha que no me acuerdo cuándo decidí no cantar. Sé que un día cerré la puerta de mi casa en México y me fui a Ahuatepec. Y no volví a cantar hasta que se me acabó el dinero.” A fines de los ’70 se instaló en un departamento al lado del monasterio benedictino de Ahuatepec, en las afueras de Cuernavaca, sobre la calle que bautizó El Boulevard de los Sueños Rotos, desde donde veía la casona que alguna vez había tenido: “Una tiene sus épocas. En un momento hice mi casa de artista, con piscina, caballos, muchas habitaciones. Pero después eso se pasa. Los artistas de hoy (y no estoy criticando, sólo mirando) tienen un modo que no va conmigo. Andan con veinte policías que los rodean. Se ve muy feo el arte revuelto con matones armados. Pero tampoco me acuerdo demasiado de aquel departamento en El Boulevard. A mí todo me pasó en las cantinas. Una noche, sí, muy borracha, me quedé en casa, cerré todas las ventanas y las puertas y llamé al diablo: ‘Diablo, trae la cola, los cuernos o lo que tengas, pero ven porque te quiero conocer’. Me pasé toda la noche andando por la casa, esperando. Pero no vino, no llegó nunca el diablo. ¿Habrá sido porque estaba todo cerrado? Al día siguiente volví a las cantinas”. Hasta el día que la dieron por muerta.
Enero del ’91. Bar El Hábito en el DF, donde cantan las hermanas Aguilar, celebridades locales y alguna vez compañeras de parranda de Chavela Vargas. Antes de presentarlas, la actriz Jesusa Rodríguez mira entre el público y pregunta: “¿Pero ésa es Chavela? ¿No estaba muerta?”. La invita a subir al escenario. Chavela Vargas levanta la copa desde su mesa y dice sin moverse: “Sí, soy la occisa Chavela Vargas, pero ya no canto”. Insisten. No hay caso. Insisten más. Hasta que Chavela Vargas asiente (“Bueno, probemos”), suelta la copa (“Ahí sí, o cantaba o tomaba”) y vuelve a cantar. Se escapa a la Patagonia para filmar Grito de piedra con Werner Herzog y de vuelta a El Hábito. El español Manuel Arroyo la encuentra en el ’93, la arrastra a una sala madrileña y la convierte en una Meca nocturna: Almodóvar, Sabina, Calamaro, Aute, Miguel Ríos, Ana Belén y Víctor Manuel, Miguel Bosé, Marisa Paredes. Títulos honorarios, Ilustrísima Señora, teatros llenos, el Olympia de París, el Bellas Artes de México, cuatro discos solistas y un disco de duetos. “Hace muchos años, en la RCA Victor de Nueva York, conocí a Carlos Gardel. El vistió al tango de todas las formas: del tango arrabalero al tango de salón. Y yo siempre intenté hacer eso con las rancheras. Canto en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares una ranchera de cantina. En eso tienen mucha similitud el tango, el flamenco y las rancheras: cómo tanto desgarramiento puede entrar en esos lugares disfrazado de gala. Porque siguen siendo las mismas canciones. Hace unos años, en Sevilla, antes de un concierto, salí a dar una vuelta por la calle. En una esquina vi a un hombre alto de sombrero cordobés que me dijo: ‘Tú eres Chavela’. El era Miguel, un gitano al que había conocido treinta años antes. En esos treinta años dormí en hoteles de lujo, lagares, muelles, palacios, oí hablar casi todos los idiomas, probé casi todas las bebidas, he llegado a soñar en inglés, me dieron un título de nobleza... ¿y qué? No hay nada más. Hoy ni siquiera hay algo en lo que piense todos los días. Anuncian: ‘Ahí viene Chavela Vargas’, saludo y canto.” Y ya está. Desde la otra punta del teléfono, Chavela Vargas dice que ya no quiere seguir repasando el mito, porque “el problema de los cuentos demasiado buenos es que casi nadie los cree. Durante años llegaba a una reunión o una fiesta con mucha borrachera y me sentaba en un rincón a escuchar cómo hablaban de mí. Que uno había ido con Chavela a Europa. Que otra había vuelto de Europa conmigo. Que otro había estado conmigo allá mientras tanto. Esa es mi leyenda negra y la escuché casi entera. Qué importa cuánto es verdad. Déjala que corra, que así se formó la historia. Me voy a morir y va a quedar la historia. Mientras tanto, lo que digan de mí me importa un carajo. Yo ya no voy ni con el siglo pasado ni con el que viene. Estoy parada en una línea. No estoy enamorada de nada. Todo pasó y ya lo tuve. A los ochenta, una recuerda muchas cosas. A mí los recuerdos me pasan como si estuviera en el cine. Aunque hay días más pesados, un poco nostálgicos. Entonces empiezo a recordar los bares, las canciones, las noches en la comunidad indígena en la que vivía de chica, donde a una le enseñaban a mirar el cielo. Por aquel entonces, el cielo de México no estaba contaminado. De chica yo hablaba mucho con la estrella que perdí. Nunca la volví a encontrar. Se llama smog”, dice. Y se oye cómo se ríe. Como la Gioconda.
Canal á emite un Homenaje a Chavela Vargas hoy a las 16 y a las 21.
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