› Por Susana Cella
Se sabía de su largo padecimiento y ese extenderse parecía soslayar cualquier inminente desenlace. Y más, pese a la dificultad, la obra continuaba con el otro Aniceto y había proyectos. Quizá por eso la noticia de su muerte cayó con más fuerza y el contundente golpe desató súbito una polvareda de fotos, canciones, films, reportajes circulando en la radio, la televisión, las redes. Así, sin solución de continuidad, aparecían un hombre joven, de grandes ojos negros agarrado a una cámara y juntamente las imágenes que de su genial manejo habían surgido, el que atestiguaba el paso del tiempo y el avance de la enfermedad con el fondo de alguna de sus canciones de amores felices o frustrados, de infancia, ausencias indefectibles o nostalgias. Se mezclaban los ecos del final de Moreira junto a “Fuiste mía un verano”, el Mono Gatica en el ring y “O quizá simplemente le regale una rosa”, la niña de Nazareno Cruz y la cabeza rapada del niño solo, el Infierno y la calesita del barrio, el apabullado dependiente, Carlitos, la Lechiguana o el tano chanta junto con Carola y las cosas del amor. Imposible entonces fue para mí llevar a cabo la inicial intención de recordar al cantante Favio con su modo de entonar tan distinto del de otros de esos tiempos, tan singular y convocante, porque una especie de galería en torbellino de imágenes y de sonidos retornaba en indecidible mezcla, arremolinada y simultánea. Una misma atmósfera reunía todo, y ni bien comenzaba a pensar en la playa desierta, el verano ido, la foto de carnet, la chiquillada o para saber cómo es la soledad, surgían inolvidables frases de los personajes: “Con este sol”, decía Moreira; “Monito las pelotas”, se defendía Gatica; “Nazareno, cuando estés con El...”, pedía el Diablo, y así siguiendo. E igualmente rostros y escenas en blanco y negro, cielos coloridos de la pampa, Evita pálida o alada. Todo eso con la misma marca de lo imborrable. Me di cuenta de que no pudo ser de otro modo porque en las variantes siempre se revelaba su estilo. En modulaciones quizá, que hagan a lo peculiar de las melodías y letras, y a la estatura artística que coloca a Favio en el lugar del mayor cineasta nacional, pero sobre la base de una constante. Supo interpretar como nadie el alma del pueblo, conocía a fondo sus ilusiones y esperanzas, sus dolores y heridas y pudo plasmarlas con una calidad suma. Un aire de épica habita las historias de humillados y soñadores que siguen andando aun con el alma rota, los gritos o sonrisas, el último aliento o las patas en la fuente. Continúan y se mantienen en su dimensión de mitos que no son sino esos relatos que no dejan de interpretarnos y proveer sentidos, al hablarnos de todas aquellas cosas que nos habitan. Quizá por eso el caleidoscopio girando en torno de su figura.
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