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Nacido en Siracusa en 1898, llegó a Buenos Aires a los quince años. Como muchos italianos, tomó clases en los talleres de la Sociedad Unione y Benevolenza. Aunque era joven y ensimismado –y, según dicen, todavía no hablaba bien castellano–, allí conoció a Juan del Prete y, a través suyo, se unió al grupo El Bermellón, un puñado heterogéneo de pintores entre los que se encontraban Quinquela, Carlos Victorica, Lacámera y Lazzari. Hoy se los conoce como “Los pintores de La Boca”. En una época donde la pintura oficial eran los gauchos de Quirós y las sierras de Fader, el grupo proponía un nuevo tipo de realismo y una iconografía inédita para los años ‘20: La Boca, un paisaje tan urbano como semiindustrial, uno que no había sido antes pintado y que daba cuenta de la modernización y la transformación de la ciudad.
Cunsolo murió joven y tiene una obra breve. En realidad se podría resumir su trabajo en sólo cinco años, los que van de 1926 a 1931. En ese lustro, Cunsolo abandonó la pincelada y el color impresionista para concentrarse en unas imágenes grises y brumosas, donde aparecen el puerto y el barrio de La Boca, vacíos y cristalizados como si el tiempo se hubiese detenido. A pesar de sus tonos melancólicos, los colores planos y la importancia de la construcción del espacio les dan a sus obras cierto aire naïf que hizo que muchos críticos describan sus botes y barcos como “juguetitos”. Cuando sus problemas de tuberculosis se agravaron, Cunsolo viajó a La Rioja, pero murió muy poco tiempo después, en 1936.
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