Dom 02.02.2014
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¿ESTÁ EL PASADO TAN MUERTO COMO CREEMOS?

› Por Guillermo Saccomanno

Empecemos por el comienzo; pero ¿cuál es el comienzo en esta novela que no es una sino varias, todas subsidiarias de la hegemónica y no tanto? Porque la trama de Dudoso Noriega no involucra sólo la relación entre un bañero, el apodado Dudoso y un pibe negro, Falucho, que será su discípulo. Estos son, en principio, los dos protagonistas centrales, pero la lateralidad de quienes se cruzan como secundarios (amores, cómplices, rivales, simples testigos) que luego se vuelven protagonistas –como indicando que la historia es un conjunto de individualidades y diferencias–, lo que puede insinuar un desvío, pero no lo es, tiene un objetivo: formar una ramificación colectiva, sugiriendo que una buena historia se resiste a ser cerrada: sus versiones se lo impiden si la narración tiene la audacia de ponerse en duda a sí misma. Y éste es el caso de Dudoso Noriega, la apuesta más alta de Juan Sasturain.

La proliferación de seres alrededor del Dudoso configura desde fines de los ’50 hasta ahora, pasando, inexorable, por la dictadura, un elenco vastísimo de personajes que se entreveran a través de tiempo y espacio, y resultan, todos y cada uno, con sus existencias de sobrevivientes, apasionantes. Una ciudad como territorio, sus balnearios, cabarutes, hoteles, las inexorables mutaciones, el apogeo y la decadencia, esa corrosión que induce a pensar en el salitre. Sasturain lee lo urbano, lee Mar del Plata, interpreta sus guiños, sus señales. Y la despliega como escenario donde subsisten esos personajes tan pobres diablos y tan conmovedores: los desconocidos de siempre invisibilizados en cada temporada turística.

Dudoso Noriega cuenta a un tipo bastante encerrado al que las cosas le pasan hasta que un día no, se metejonea y entra en acción. Ese tipo. El Dudoso es, en sus recovecos más recónditos y secretos, un oscuro a lo Wakefield/Terry Lennox, y como ellos, de pronto, su presencia se vuelve ausencia, y su desaparición será el motor de una búsqueda a cargo de Etchenike, el detective veterano, búsqueda que conecta entre sí marginales y respetables, una sociedad callada por el miedo y su comportamiento de acorralados.

Y es este Sasturain lector de la ciudad donde pasó parte de su iniciación y aprendizaje, de los diez a los quince, ese pibe que ya era lector en esos años, el hombre que ahora con Dudoso Noriega alcanza una prosa de escucha afinada en la que conviven como lecturas basales tanto Marechal como Dolina, Soriano y Belgrano Rawson, Borges –el infaltable Borges– y los cancioneros populares. Con todos ellos conversa fraternal. Lo hace en un tono confidencial como de radio en la madrugada, hablando bajo, sin levantarles la voz a sus oyentes. Estoy convencido de que los lectores que se acerquen a Dudoso Noriega detectarán el aura en que estas señas de identidad se alquimizan, parafraseando a Marechal, en una prosa que no es “solemne como pedo de inglés”. Pero, ¿en qué consiste este quitarle almidón a la literatura? Sasturain es –me consta– un lector avezado de Pound. Y como empleando de trampolín a Pound, se agarra de su consigna: “Make it new”. Así, Sasturain vuelve nueva, en su escucha, nuestra lengua, alternando en su poética lo alto con lo bajo, la referencia erudita con el habla popular lisa y llana. Vuelvo otra vez a eso de la escucha. Es que al leer su prosa se tiene la impresión de que está contada oralmente. Pero debajo de esa tersura, esa llaneza, hay, además de mucha calle, mucha biblioteca. Con certeza, a más de uno sorprenderá la documentación exhaustiva de lugares, nombres, marcas, canciones. Sin embargo, esa documentación no está empleada como signo de novela histórica. Por el contrario, aunque su trama atraviesa décadas, uno tiene la sensación de puro presente. Como preguntaba Ezra Winsdom, el anticuario amigo de Mort Cinder: “¿Está el pasado tan muerto como creemos?”. Esa sensación de presente, de estar ahí, únicamente se consigue contextualizando o, si se prefiere, como pedía Viñas, fechando. También me consta que Sasturain es un coleccionista infatigable de cultura popular y que su biblioteca es un arsenal tan inabarcable que desbordando su domicilio lo empujó, no hace tanto, a alquilar una oficina en un pasaje cerca de Plaza de Mayo donde trasladó sus reliquias, arsenal que sigue reproduciéndose: la cantidad innumerable de revistas y libros apabulla. Sin embargo, “coleccionismo” no es tal vez la definición más ajustada. Porque lo suyo no es la manía devota del filatelista sino otra cosa: la lectura de investigador privado de la historia, descifrarla, captar sus pistas, entender las contradicciones de un país de amnesia fácil, que no obstante supo expresarse a través de los géneros tantas veces juzgados menores al urdir simbólicamente las peripecias de un pueblo y su imaginario. Lo que incluye tanto el Leoplán y la literatura de Oesterheld, hoy nublada por los tendenciosos, como las viejas ediciones hard-boiled de Rastros, Cobalto y Pandora, en las que el cocktail sexo-dinero-poder trasuntaba la ecuación que hace funcionar la máquina capitalista. Este tesoro bibliográfico que Sasturain enriquece sin parar es, y sin miedo a la palabra ideología, un acto político de rescate y, por supuesto, también una justicia poética, que se concreta en una escritura magistral.

A medida que arranca una y otra vez desde diferentes enfoques, Dudoso Noriega varía también la alternancia de géneros. Porque si bien hace un instante dije que ésta es una novela social, también es, avanzada la trama, una novela de géneros varios. No podía ser de otra manera, es avanzada ya la mitad del relato, bastante avanzado, que la novela se planta como novela negra, negra como es la realidad de las reglas de juego que impone el sistema. Sasturain excede y supera, en esta novela, los marcos del género negro. Porque a veces uno se encuentra con capítulos como “Los bañeros” o “Las minas” que, al uso del dibujo de Medrano de la cubierta, bien podrían haber sido extraídos de una de las tantas revistas humorísticas de más de medio siglo, lo que va de Patoruzú y Rico Tipo hasta Satiricón y, más cerca, Humor. Sin conformarse con la estampa, Sasturain se interna en otros sentidos. ¿Por qué no el melodrama? ¿O acaso la historia de Selva, esa heroína oscura y sus hombres, no merece todo el tiempo letra y música de bolero denso? Además de asumir las lecturas de la serie negra, el bolero y el tango, zigzagueando en el costumbrismo piadoso, el relato no escatima el detalle psicológico de un erotismo turbio que todo lo impregna de misterio, también construye una novela que es una lección de cómo se arma una historia, cómo se escribe una novela que puede respirar literatura sin ser “literatosa”, y si esta novela es tan magníficamente literaria se debe a un grado delicadísimo de elaboración del lenguaje que proviene no sólo del parar la oreja sino de la traducción de lo escuchado.

Como en una partitura, sobre el cierre –y esto no es contar el final–, en los últimos acordes, Sasturain rinde dos homenajes entrañables. Uno, a Emilio Renzi, el alter ego de Ricardo Piglia, reversionando ese gran cuento que es “El fin del viaje”. El otro, la aparición de costado, del mismísimo Edgar Bailey, el poeta mayor que le recomienda al joven Renzi/Piglia la lectura de Los adioses de Onetti.

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