CULTURA / ESPECTáCULOS
Con su toque intacto, Joan Manuel Serrat ofreció en Rosario dos conciertos intimistas recorriendo sus temas clásicos. El catalán se despide esta noche desde el escenario de El Círculo.
› Por Fernanda González Cortiñas
Después de treinta años largos, cualquier solemnidad sería realmente una descortesía. Es por eso, que en las escasas tres jornadas que -con la de hoy- duró su visita a Rosario, se podría decir que la agenda de Serrat en la parada local de su gira argentina tuvo más encuentros con amigos que trabajo. Besos, abrazos, saludos para los parientes y algunos conceptos futbolísticos en una improvisada conferencia la prensa (ver aparte), y dos recitales llenos de canciones "para cantar" aparecieron como el leit motiv de este para algunos, esperadísimo regreso del Nano a la ciudad. Con apenas algunas canas más, quizá con algún kilito que ahora le redondea el perfil, pero afable y ocurrente como siempre, Joan Manuel Serrat volvió a subirse a las tablas de El Círculo para demostrar que todavía tiene el toque, que aún es capaz de crear la alquimia, que mantiene intacto ese enigmático, incondicional, envidiable e imperecedero vínculo con el público, su público.
No importa cuanto llovía. Ahí estaban ellos, con una entrada numerada en la mano y un paraguas en la otra, esperando desde las ocho para escucharlo. No importa a qué hora salió. No importa cuanto cantó, ni siquiera qué cantó. Mucho menos cómo. Ahí estaban ellos, aplaudiéndolo, tirándole besos, gritándole cosas afectuosas, cosas de amor.
"Vos todo lo que hacés lo hacés bien Nano", le gritaba una mujer desde algún palco. "Por favor señorita, no me haga decir una grosería", se disculpaba él con sonrisa galante. "¡Canalla!", le disparaban desde el anonimato del fondo de la sala. "Gracias, muchas gracias", respondía con gesto irónico. Y cantaba otra canción.
Un cantor, una guitarra, un músico (su gran amigo Ricard Miralles), un piano de media cola y un puñado de clásicos. Veintitrés para ser más precisos. Eso bastó para un reencuentro memorable; un teatro desbordante musitando a veces, otras coreando a viva voz, canciones de hace tres décadas. De "Menos tu vientre" a "La saeta", su tercer bis, Serrat se paseó orondo por una carrera que se mantiene increíblemente vigente.
Con su pinta de mediterráneo asceta --unos jeans gastados, una impecable camisa blanca y unos zapatos de gamuza marrón--, que continúa convocando idénticas lisonjas de la platea femenina, montado en una banqueta y con su guitarra a cuestas, Serrat se apareció con sus canciones como una dulce postal de juventud, como un flashback de un tiempo que indudablemente, fue feliz. Pese a los interregnos nutridos a fuerza de chistes, anécdotas y algún trago de "champán", entre "Una mujer desnuda y en lo oscuro", "Los locos bajitos", "Una de piratas", "El romance del Curro el Palmo", "Tu nombre me sabe a hierba", "Aquéllas pequeñas cosas", "Fiesta" y "Lucía", no era difícil adivinar a quiénes se les venían los recuerdos encima.
Una mujer sentada en un bafle tararea en silencio y se seca las lágrimas en "Penélope". Un caballero que ha pasado largamente los 50 no para de sacarle fotos con el celular cuando se mete en la piel del mayordomo de "Disculpe el señor". Un treintañero a punto de entrar en sus 40 le adivina las primeras estrofas de "Señora" a su señora, y una señora de musculosa con lentejuelas a la que no le interesa si la chistan, le hace el golpe a golpe, verso a verso de "Cantares" a voz en cuello.
Una atmósfera que no es de respeto sino de expectación, no de extrañamiento sino de emoción contenida, de no querer perderse un detalle de ese momento mágico, gravita pesadamente sobre la sala que, ahora climatizada, vuelve a tener el privilegio de contarlo. Sólo el irreverente murciélago cuya ausencia le habían perjurado al Nano, se atreve a cortar ese silencio casi místico que se hace entre nota y nota.
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