CULTURA / ESPECTáCULOS › "PINTORES QUE TRABAJEN COMO FOTóGRAFOS Y FOTóGRAFOS QUE TRABAJEN COMO PINTORES"
Una lograda muestra colectiva de 13 artistas argentinos se expone en el museo de Sarmiento al 700. Se destaca la relevancia teórica de su planteo curatorial y la calidad de las obras.
› Por Beatriz Vignoli
El concepto curatorial era sencillo, pero fuerte. "Pintores que trabajen como fotógrafos y fotógrafos que trabajen como pintores", cuenta la crítica de arte y curadora Ana Martínez Quijano a Rosario/12, durante la concurrida inauguración de una muestra colectiva de 13 artistas argentinos reunidos por ella en el museo privado del subsuelo de Sarmiento 783.
"Esta es la nave insignia", dice con orgullo la curadora ante "Kelly", pintura en gran formato donde Santiago Iturralde logra realizar el sueño de La rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen: convertir a la bella protagonista de la serie de Sony en un ser casi de carne y hueso gracias a la magia de la pintura. Rescatada de su fantasmagoría de luz, Kelly se encarna a través de la pintura. Su piel ya no son pixeles sino sedosas veladuras; el terciopelo de su trajecito reluce de barniz. La pintura ya no es, como dijera Platón, una copia degradada de la realidad que a su vez es copia degradada del ideal, sino que por el contrario le suma realidad y sensualidad a la distante ficción televisiva. Y el contraste entre medio frío y medio cálido funciona como justificación de por qué vive y perdura.
"Pintura y fotografía, desplazamientos y fusiones" es una muestra genialmente lograda, tanto por la relevancia teórica de su planteo curatorial como por la calidad de las obras. Una muestra que se atreve a indagar en lo que hoy se entiende por realidad y lo que hoy se entiende como ficción, y en cómo el arte expresa sus mutuas contaminaciones. Ha viajado ya por varios espacios de arte del país y hoy llega, enriquecida y aumentada, a Rosario. A los siete artistas de la edición anterior se les suman ahora seis rosarinos: Constanza Alberione, Javier Carricajo, Luján Castellani, Laura Glusman, Carlos Herrera y Diego Vergara.
En la pulcra instalación de Vergara (quien pinta en formatos diminutos a partir de ilustraciones de libros infantiles) es donde mejor se dejan leer las condiciones materiales de la constitución del pequeño retrato y la novela burguesa como géneros. Con sus pinturas y objetos, el artista crea una puesta en escena que evoca el interior burgués, hogar de la novela decimonónica y del retrato de familia (y de la novela familiar, vástago psicoanalítico de ambos). Sólo que el formato daguerrotipo de los marquitos dorados a la hoja alberga óleos de animales humanizados, con la naturaleza vegetal como fondo. Se fuerza así la verosimilitud histórica para generar otros sentidos: sugerir quizás, entre otras cosas, el carácter aristocrático del retrato al óleo y la cosmovisión determinista que sustentaba a la novela del siglo XIX, donde la sociedad era leída en muchos casos como naturaleza implacable. En Vergara, el romanticismo al que hoy se asocia aquella época es obviado en beneficio de la evocación de un arte menor, íntimo, de camafeo y relicario.
Otro "pintor fotógrafo" es Javier Carricajo. Lo fotográfico en su obra es su mirada; no la pintura que, al óleo, sigue la tradición técnica de Rubens. Al utilizar como borradores no sólo dibujos sino instantáneas tomadas en sesiones fotográficas, Carricajo renueva aquella tradición al acercar la imagen pictórica a una sensibilidad contemporánea: veloz, fugaz. Sin embargo, este carpe diem de siglo XXI hunde sus raíces en el memento mori barroco, la obsesión dieciochesca con la finitud que constituye su particular sensibilidad. Y, como en Iturralde, la pintura aporta sensualidad y tiempo, piel y carne.
Constanza Alberione "traduce" fotos de modelos de cuerpo entero a su particular lenguaje pictórico de planos en clave alta. Como los pinta casi en tamaño natural, el resultado es como la aparición de fantasmas luminosos y gratos. Paradójicamente, al restarle sombras a las fotografías, Alberione las carga de una mirada amable, afectuosa, que saca a relucir lo mejor del carácter de los fotografiados (que además son sus amigos).
La otra mitad del crédito local son artistas que pintan mediante la foto. Laura Glusman, en esta muestra, por fin ha sido comprendida como lo que es: una fotógrafa con sensibilidad pictórica ante el paisaje, una creadora de ficciones más que de meros registros de lo real. Tanto los reflejos de luz como el particular punto de vista de sus tomas la instalan de lleno en el terreno del paisaje visionario, cargado de un misticismo panteísta cercano al de Emily Brontë en "Cumbres Borrascosas": una espiritualidad secular, inmanentista, a la que Martínez Quijano asocia con la novela gótica.
Luján Castellani sorprendió a la curadora (no al público local, acostumbrado ya a la fluidez con que se mueve entre las disciplinas) con una verdadera escultura lumínica monumental construida con mínimas hebras de fotografías. Estas hilachas de fotos pasadas por la trituradora le sirven a Castellani, además, para "pintar" cuadros expresionistas entre figurativos y abstractos, entre la bidimensión y la tridimensión, entre el collage y el arte textil, donde la hebra de copia color funciona como pincelada o como hilo de una trama, según las exigencias de su rica imaginación cromática y visual. Y Carlos Herrera, en sus obras más recientes, recupera mediante la fotografía de alta gama el fastuoso espacio del bodegón barroco, su teatrino cortesano de luces y sombras. En su banquete, digno de Arcimboldo, es de las sombras que surge y estalla en colores el suntuoso festín de la pintura... sin la pintura, pero en honor a ella.
Más tenebristas aún son las inquietantes fotos nocturnas de interiores con figura del porteño Arturo Aguiar. Mientras que Martín Bonadeo (afín a las claves altas que emplea en pintura Constanza Alberione) saca fotos de altísima exposición donde capta el color de las sombras; sus delicadas fotografías blancas evocan el sumie, la tinta japonesa. Y Melina Berkenwald interviene sus fotos de viaje en tránsito mediante un bordado que subraya, por contraste, lo ilusorio del espacio. A la curadora, la atmósfera de su obra le recuerda a la de Corot, asociación que lleva implícita toda una revisión del realismo.
En plástica, Lorena Ventimiglia retrata a críticos de arte mediante espesas pinturas monocromáticas que llevan el formato de la foto carnet a una escala monumental. Diego Haboba dibuja en claroscuros de grafito, borrosos y sensibles, fotos en blanco y negro con títulos que realzan la función de la "copia" (versión, más bien) como parodia nostálgica. Y Magdalena Jitrik combina en sus pinturas dos utopías dispares de la modernidad del siglo XX: en ellas, la abstracción geométrica del grupo De Stijl coexiste en paz con obreros socialistas del realismo soviético. En síntesis: una muestra postconceptualista ideal, una utopía realizada de arte después del fin de la historia modernista del arte que no por ello devenga propagandístico ni documental. Sino un campo pluralista donde ninguna disciplina sea jerárquicamente superior a ninguna otra, ningún estilo supere hegelianamente a otro y ninguna puerta se cierre. Porque, aquí, todas se abren para salir a jugar a viajar en el tiempo a través del arte y sus ficciones, sin las cuales esa otra ficción llamada realidad resultaría insoportable.
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