CULTURA / ESPECTáCULOS
› Por Natalia Massei
Cuántas veces había subido por esa escalera a la hora de la siesta. En ocasiones, caminando, suavemente, tratando de que el impacto de las zapatillas contra los escalones quedase entre ellos y yo, un susurro de goma oído sólo por las baldosas. Casi siempre, corriendo a toda velocidad, como se corre a los seis años. Dejando atrás, el estampido de mis pasos retumbando en el silencio del patio. Y enseguida, las puteadas de mi abuelo, atenuadas por la justa mediación de una ventana cerrada. Y desde arriba, el chirrido de la puerta de chapa y los gritos de mamá: que papá está durmiendo, que el abuelo está durmiendo. A esa altura, estaban todos despiertos y yo no comprendía por qué tanto alboroto.
Todo cambió a partir de una tarde impensada. Desde hacía varios meses, la abuela estaba enferma. Alternaba períodos cortos en el hospital con largos días de reposo en casa, donde siempre había alguien para cuidarla. Especialmente, mamá. Pero ese día tenía que salir, hacer una diligencia. Nadie más estaba disponible. Tendría que quedarme sola con la abuela por un rato. Un par de horas, a más tardar. No parecía gran cosa y el asunto se resolvió con sencillez. Mamá se ocuparía de su trámite; yo me quedaría con la abuela, en casa, podría jugar y corretear como me diera la gana; y ella descansaría, como siempre durante aquellos días. Un solo recaudo se tomó: le dejaron a la abuela una campanita, en su mesa de luz, que debía hacer sonar si necesitaba algo. De ese modo, yo podría escucharla y acudiría en su ayuda. La tarea no me resultaba complicada sino más bien divertida. Me sentía depositaria de una gran responsabilidad, una demostración de confianza, un reconocimiento, en definitiva. Recuerdo que la campanita era dorada, de metal macizo y demasiado estridente para su reducido tamaño. Esa siesta, al subir por la escalera, al estruendo de mis pasos se le superpuso el tintineo de la campana, una secuencia de golpecitos secos que dejaban flotando en el aire una resonancia aguda de metal. Hice lo que se me había indicado y todo salió bien.
Pronto, la abuela murió. La enfermedad se fue agravando y se la llevó un día como cualquier otro. Recuerdo la noticia de manera borrosa, así es la idea de la muerte para un niño. Dos o tres días atrás, la había visitado, por última vez, en el hospital. Me habían llevado para que nos despidiéramos. Por entonces no lo sabía, pero ella sí. Entré a la habitación en silencio. Quise jugar con las manijas a los pies de la cama, pero no me dejaron. Cuando me acerqué, ella rompió en llanto, o quizás ya estaba llorando y yo no lo había advertido. ¡Perdoname!, me pidió, ¡Perdoname nena!, gritaba entrecortado, con la voz deformada por los sollozos. Creo que me sacaron de allí enseguida. En realidad, no lo sé, no recuerdo nada después de esa súplica. Me dejó, sobre todo, una honda extrañeza: ¿por qué se disculpaba?, ¿de qué? Algún capricho no satisfecho, uno que otro chirlo, alguna cachetada, los retos, los gritos? Con el tiempo fui hilvanando otras teorías. Aún hoy no lo sé.
Pasaron muchos años hasta que pude volver a subir por aquella escalera sin pensar en el sonido de las campanadas. Había una hora del día en que los rayos del sol penetraban el toldo, iluminando el patio a través de destellos aislados sobre las plantas, sobre un espejo de agua en la pileta del lavadero, sobre el dibujo arábigo de una baldosa. En esa hora, el patio permanecía quieto, teñido de verdes y azules, como una película en negativo. Un silencio pesado, espeso, siempre a punto de quebrarse. Me invadía un temor, un rumor. Subía raudamente las escaleras, haciendo chocar con fuerza las suelas contra el piso, para llenar el silencio amenazante de la casa vacía. Para tapar la repique de bronce que podía sorprenderme en cualquier momento. Me apuraba por llegar arriba, donde el tintineo dejaba por fin de perseguirme. Cerraba, de un golpe, la puerta de metal y me refugiaba en el otro ruido: el de la chapa que, como un fuelle desafinado, continuaba vibrando durante algunos segundos. Perduraba la estela sorda de ese eco que, acaso, sólo yo había escuchado.
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