Martes, 19 de noviembre de 2013 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › PLASTICA. MUESTRA HOMENAJE A ADRIANA VIGNOLI EN LA ANGOSTURA
El Centro Cultural de Pasco 555 aloja objetos creados por la artista rosarina. En esta crónica, el repaso por algunas de esas obras se reúne con el recuerdo íntimo de su hermana, que reconstruye así parte de su historia reciente.
Por Beatriz Vignoli
Ella venía siempre acá, me cuentan. Ella es, o ha sido, Adriana Vignoli; L'Ardi o Lardi para los íntimos, es decir: todos. Con ella estabas cerca o no estabas. Yo no estuve. Pero me estoy poniendo al día. Mi teléfono, que no sonó hasta la medianoche del 26 de septiembre (cuando ya era demasiado tarde para volver a oír su voz), ahora es el vehículo de mi diálogo fotográfico con sus cosas: las que hizo, las que dejó, acá. Acá es el Centro Cultural La Angostura (Pasco 555). Un lugar amable, que existe desde hace seis años, que abre desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche los días de semana, y donde sus amigos colgaron con ternura (hasta este viernes) algunos de los objetos que ella realizó: una remera con el número once ("más que un diez", escribió), una pantalla de velador hecha de encendedores plásticos traslúcidos (Gracias por el fuego, se titula, acaso irónicamente, como aquella novela de Mario Benedetti), y mi preferido, un chiste conceptualista: un martillo adentro de una vitrina con la leyenda "En caso de emergencia, rompa el vidrio con el martillo".
Es el humor absurdo del varieté, el de la serie Los Tres Chiflados con la que nos reíamos en la niñez ("demasiado violentos", nos advertía nuestra madre) y también el de la escena teatral rosarina en la cual su vida estuvo densamente tramada. El disparador pueden haber sido aquellas funciones de La cantante calva de Ionesco por la compañía Aquelarre, que veíamos una y otra vez. Compartimos el comienzo de la democracia, la facultad de Bellas Artes y las clases de pantomima con Alberto Demestris. Recuerdo su fascinación por el barroco, su fe en el propio cuerpo, sus imitaciones burlescas de los actores del Método Stanislavsky y su desprecio por el romanticismo.
"Acá está su historia", me dicen y me dan una pesada carpeta. Las primeras páginas son certificados "para presentar ante quien corresponda". ¿Ante quién? Encarno al otro póstumo de la ley. Hojeo legalizadas fotocopias: fotos carnet ochentosas, las cifras vacantes de su DNI; sus clases de danza con Ana Varela, Griselda Montenegro y Cristina Prates, las de teatro con Horacio Gorodischer; una carta de recomendación por Claudio Soro con un beso estampado a modo de sello.
En las paredes veo su elegante firma, su retrato diminuto en un collage, sus cajitas de fósforos como relicarios (¿para quién?); leo sus ensayos manuscritos, fotografío el "te quiero" de nuestros sobrinos; considero la precariedad material de su corpus de obra ecléctico que hizo de la necesidad estilo, como en aquella peli de Robinson Crusoe que tanto nos gustaba. En un sueño donde pude oír su voz (su voz de los antepenúltimos años, algo ronca y como agrisada de humo), ella se fabricaba una máquina con restos de otra. Siempre asía y hacía. Hasta ayer hubo acá una instalación: una silla blanca donde se proyectaba un video autobiográfico suyo, de ella filmándose en la quimio (¿Caro diario, All That Jazz?, me preguntaré luego). A esa silla blanca vacía que la representaba, le cantaron en la inauguración de esta muestra homenaje, el 8 de noviembre. El video Rumbita pa Lardi (subido a YouTube por María Cecilia Morini) puede verse en la página de Facebook del Centro Cultural La Angostura. "Estoy mirando atrás y puedo ver mi vida entera/ y sé que estoy en paz, pues la viví a mi manera", le cantan, en ritmo alegre de rumba, batiendo palmas, recordándola a sus 47 años, que hubiera cumplido el 29 de octubre.
Paso las hojas: fotos, afiches, volantes, recortes de prensa sin fecha, pegados en cartulinas de colores. Vive en estos documentos el underground local efervescente de fines de los ochenta y de la década del noventa. Trabajarlos históricamente permitiría reconstruir toda una escena, hallar ciertos vasos comunicantes, recobrar ácidas puestas satíricas olvidadas. Pasan registros de sus cursos de construcción de objetos escénicos; releo títulos como El azar me fatiga (una muestra de "fotos lúdicas") o El amor y otras pestes (una obra de teatro, todas con objetos suyos). Reveo las cajas que construyó para los actores en Pasos. Residuas de Samuel Beckett (obra de teatro dirigida por Rody Bertol) y veo al fin (hasta ahora, una leyenda familiar) los pollos de silicona que hizo para Manchas de aceite violeta, por la compañía de danza Seis en punto, dirigida por Cristina Prates; me sorprendo con las copas de "oro" hechas con botellas plásticas recicladas y el vestuario que creó para una puesta de La mandrágora, de Maquiavelo. Paso una foto de Nahuel Marquet probándose en el espejo del bar Odeón un sombrero de Lardi para un recital de Degradé. Pasan el dragón y el pez que ella hizo para la inauguración de Costa Alta.
Hubieran quedado, de haber habido, más recuerdos. Me queda un puñado de fotos; me queda una canción, unas mezquinas lágrimas. Cae la tarde y con la última luz empiezo a darme cuenta de que mi hermana ya no juega "a la escondida"; y que si alguna vez en este tiempo me extrañó, si le falté, aquella habitante que fui de su nostalgia tampoco existe más. Hoy sé que en sus últimos años encontró un lugar amable, muy parecido a lo mejor de ella: a esa voluntad gozosa y lúdica de transformarse con una sábana blanca y un corcho quemado, y salir con nosotras para el corso siendo no ya una niña, sino Lawrence de Arabia. Acá queda el relente de esa alegría. Gracias a Stella Cipriani y a todos los que curaron esta muestra. Gracias por el fuego.
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