Sábado, 14 de octubre de 2006 | Hoy
Con buena producción, y destacadas participaciones de la soprano Marina Silva y la Orquesta Sinfónica Provincial de Rosario, el público celebró uno de los mayores éxitos del género.
Por Santos Cantoni
La historia de la ópera adjudica a Ruggiero Leoncavallo, sólo una obra maestra entre la decena de obras que compuso: I Pagliacci, uno de los mayores éxitos del género. Siendo él mismo libretista crea situaciones sicológicas extremas donde amor, odio y muerte se unen en un ritual bárbaro de emociones exageradas, con una partitura que si bien reclama algunas sofisticaciones vanguardistas, es funcional al drama de las pobres vidas marginales que describe. En este sentido, la Opera de Rosario escogió con acierto ese título para cerrar esta temporada 2006.
La Orquesta Sinfónica Provincial de Rosario hizo, por su parte, un muy buen trabajo de la mano de un veterano director de ópera como es el maestro Reinaldo Censabella. Sin embargo, y pese a toda la solvencia de su batuta, Censabella no pudo evitar alguna que otra mala jugada de los bronces. Pese a esto, se podría marcar el intermezzo, como el mejor momento de la orquesta.
El Coro Lírico Pía Malagoli sonó preciso, con el volumen adecuado, haciendo honor a una partitura que exige, y mucho. El "Andiam, andiam!" fue sencillamente impecable. El maestro Rubén Coria dirigió el coro lírico de la ciudad con la solvencia reconocida.
En lo vocal, el tenor Marcelo Puente exhibió una pulida línea de canto, un color cálido y delicado: un muy buen Arlequino. Sería positivo que la Opera de Rosario lo tenga en carpeta como a uno de los posibles Taminos para el estreno de La Flauta Mágica, proyectada para la próxima temporada. A su turno, Luciano Garay apareció como un correcto Tonio, con buen manejo actoral.
Darío Volonte se notaba cómodo en el papel de Canio, el patético payaso. Al tenor, dueño de una voz potente y buena proyección, se le notaron algunas fallas en el famoso "Vesti la giubba". Sin embargo, sería necio no reconocer el afecto que el público de Rosario le tiene. Los aplausos así lo marcaron, aunque --al menos en-- la noche del jueves, no se llevó ninguna gran ovación. Esta fue, sorprendentemente, para la soprano Marina Silva, de agudos generosos, voz plena, con momentos de gran finura y muy buena resolución escénica. Silva logró una Nedda impresionante. Produce gran satisfacción ver como estos jóvenes valores pueden proyectarse a través de las producciones de la Opera de Rosario siendo que, en gran medida, tenía a éste como uno de sus principales objetivos en el momento de su fundación.
En cuanto a la régie, a cargo de Alejandro Cervera, se trató de una puesta despojada y funcional. Aunque la planta escénica pudo parecer quizá demasiado fría, con esas casas apenas insinuadas en planos inclinados, ángulos suaves y colores fríos, sin embargo la propuesta ganó en espacio, dando la libertad que se merecen coro, actores y cantantes.
El coro fue integrado plásticamente a los sucesos dramáticos, sin por ello supeditarse a malabares con escaleras, rampas y obstáculos varios presentes en anteriores puestas, artilugios que achicaban hasta la angustia la boca del escenario.
El trabajo de Nicolas Boni, como ya tiene acostumbrado al público, fue de notable efectividad y belleza. La resolución del intermezzo --con la participación de malabaristas, mimos y payasos-- fue estéticamente admirable, al igual que la llegada de los artistas al inicio de la ópera. Las luces jugaron un gran papel en contar la historia, con colores cálidos para iluminar el escenario de la pobre compañía, y blancos y neutros para el resto de la historia, símbolo perfecto de la gris vida de esa mísera población rural. El vestuario no fue acertado y careció de la magia que la puesta en general reclamaba. Especialmente deslucido y sin gracia fue el traje de Canio.
Buena producción, con más aciertos que fallas, los aplausos entusiastas del público premiaron otra vez más este esfuerzo de la ópera rosarina.
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