CULTURA / ESPECTáCULOS › CINE "EL CANTANTE", CON GERARD DEPARDIEU, UNO DE LOS ESTRENOS DE LA SEMANA
Con su figura de rasgos excedidos, logra en esta película
-donde interpreta canciones de los años 60- elevarse por
encima de un guión que no llega a encontrar su propio rumbo.
› Por Emilio A. Bellon
El Cantante 6 puntos
"Quad j'etais chanteur"
Guión y dirección: Xavier Giannoli
Fotografía: Yorick Le Saux
Música: Alexandra Desplat
Intérpretes: Gerard Depardieu, Cecile De France, Mathieu Amalric, Chrsitine Cinti, Patrick Pineau.
Duración: 112 minutos.
Salas de estreno: El Cairo, Del Siglo, Showcase y Village.
Nombrar a Gerard Depardieu es, en cierta medida, identificar parte de todo un recorrido por el mapa del cine francés de los últimos treinta años. Heredero para numerosos críticos de la prestancia y del perfil del eximio actor Jean Gabin, Depardieu, hoy a los 59 años, sigue cautivando a todo un público que lo admira por esa manera tan particularmente personal de construir personajes. Y en la función del día sábado, a las 20, numerosas mujeres de mediana edad suspiraban por él. No se trata, pues, de un actor que responde al modelo del galán esbelto, según ciertas tendencias del mundo de hoy; por el contrario, en El cantante no esconde su pesada anatomía, su manera tan bonachona de arrastrar los pies, su caminar, obstinadamente, bamboleante. Con su figura de rasgos excedidos, logra en El cantante (este film que despertó aplausos y movió a lágrimas entre sus seguidores) elevarse por encima de un guión que no llega a encontrar su propio rumbo.
Pero ahí esta él. Como hace algunas semanas también lo vimos como aquel hombre del espectáculo que descubre en el escenario callejero a quien bautizará "La Piaf", en el tan exitoso film, La vida en rosa. Y ahora nuevamente en este espacio de la música, como un cantante que forma parte del número de atracciones en esos salones, que en las grandes ciudades, están siempre concurridos por solos y solas.
Al nombrar estos espacios públicos, que se abren a una insinuante intimidad, no podemos dejar de pensar en el sublime film de Ettore Scola, El baile, donde aquellos personajes se daban cita, una vez a la semana, en ese lugar sacralizado donde podían llegar a comunicarse de una manera diferente, aunque sea sólo por una noche. Llegarán solos y se irán de la misma manera. Pero guiados por la música y por los reflejos de una bola plateada, luminosa, formarán parte de un acto celebratorio. Personajes cotidianos que nos invitaban a recorrer, siempre en la piel de los mismos actores, parte de la historia del siglo que ya pasó. Hombres y mujeres que descubren gestos, otros movimientos de su cuerpo, que renunciaban, en esos instantes, a la palabra.
Hay algo de esta atmósfera en la primera parte del film. Podemos reconocer las huellas de tantos otros salones de baile que abrieron sus puertas, para nosotros, desde la pantalla. Y ahí está Depardieu, con su figura de oso manso que lleva por nombre el de Alain Moreau, que se presenta casi todas las noches en algún club nocturno de la zona suburbana, en casinos, en lugares retirados de la gran ciudad. Esta ahí con su orquesta invitando a hombres y mujeres de más de cuarenta años a que revivan sus historias de amor; acompañándolos, con sus canciones, en esa nueva cita.
Como en ningún otro film anterior, Depardieu canta en repetidas ocasiones y lo hace interpretando temas de los años 50 y 60. Igualmente, sus actos de hombre solitario, llevan la música y la letra de "Una lacrima sul viso" de y por Bóbby Solo, que escuchamos desde un viaje combinado y un disco de 45 r.p.m.
Aromas de un tiempo ido, de un reconocible perfume, se expanden en la sala. Y escuchamos comentarios, suspiros, exclamaciones en esos grupos de amigas que han decidido ese día, en ese horario que en el teatro se identificaba en aquellos años como la "función vermouth", disfrutar y soñar junto a él, Gerard Depardieu.
Hasta el momento, este comentario se ha centrado en su personaje. Y es que poco más, entiendo, se puede señalar. Ya que el guión si bien ofrece otras líneas dramáticas no logra equilibrar la atención en esos otros puntos. Y es, particularmente, esa otra posible historia sentimental la que se va desdibujando en el relato, en su dificulta de continuidad y articulación que se evidencian en la segunda parte del film.
De boca del personaje escuchamos expresiones que nos son familiares, pero a veces, resistidas; en las canciones populares, en esas canciones de amor, se escriben grandes verdades. Y uno piensa que también el bolero escribió sus páginas en lo que a hace a "Morir de amor". Y en otro momento, lo vemos a este Alain Moreau cantar para un grupo de ancianos que están ensoñados, frente a él, en un centro geriátrico. Ahí está él, acercándose, tomando entre sus manos a la de esa anciana que lo mira, asombrada.
De su historia amorosa conocemos algunos datos, que se presentan como fugaces presencias. Sobre el vínculo con su ex mujer, ahora su siempre presente manager, se subrayan algunos hechos; tal vez mucho más elocuentes que los que traba con esa joven que ahora comienza a despertarle, ya envejecido, una atrayente y pendulante seducción. En esa primera parte del relato, hay un cierto tono de expectativa que se va perdiendo, que se va desdibujando progresivamente.
Frente a su estilo, muy de aquellos años 50, ante un público que poco a poco irá optando por otros espacios, él, Alain Moreau y su orquesta comienzan a ver como una amenaza, la técnica del karaoke. ¿Qué será de sus canciones de Serge Ginsbourg, de Alain Barriere, de Michel Delpech? Y lo que sobrevuela con un cierto tono melancólico, poco a poco se irá eclipsando por esa lamentable urgencia que el film afirma al arrojarlo hacia un final forzado y convencional.
Nuevamente él y el suspiro de tantas mujeres. Aunque quiera ocultar sus canas y sus mechones amarillentos bajo una renovada tintura Y ahí está él, durmiendo en una desordenada y alejada pieza de una vieja casona de campo, mientras su fiel mascota, una cabra, nos enternece con sus travesuras.
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