CARTELERA
› Por Jorge Isaías *
La lluvia era tan tenue que recién tuve noticia de ella cuando pasé a la cocina que tiene techo de chapa y entonces pude percibir sus piecesitos húmedos garabateando alegremente sobre el lomo antiguo del óxido.
Espié primero, como lo hago siempre desde ese ventiluz cercano a la llama de la cocina donde la pava se va poniendo a tono para merecer luego ser volcada sobre la yerba del mate y la bombilla solitaria.
El espectáculo pese a la mezquindad del ángulo desde donde observaba era impagable.
Estaba el césped que recibía las gotitas, ávido, luego de meses sin lluvia y más allá el magnífico pino de don Luis Carriedo era bendecido por las gotas no tan generosas, pero al fin de cuentas, bienvenidas. El pino recibía orondo esas gotas, luego de noches y noches de amagues de tormenta y de ver pasar los nubarrones trágicos sin ninguna consecuencia.
Por lo tanto esa presencia nada austera del pino recibía el agua como un rey al que se unge con los aceites más divinos, con la naturalidad y la lejanía que sólo tienen los seres inmarcesibles que descienden de los dioses.
La visión no era plena porque estaba cercenada en parte por ese gran galpón donde el hijo de don Luis guarda sus cajones de colmenares vacíos.
Ese espectáculo al que pocas veces puedo aspirar por simples razones estadísticas: vengo pocas veces al año por el pueblo y encima tengo necesariamente que acertar con una lluvia, pero cuando se da la casualidad la disfruto. Me pone pleno, muy contento, me viene como una euforia atávica, mezclada tal vez con recuerdos de la remota infancia cuando la veo a la lluvia saltar sobre la gramilla extendida, perderse en esos tallitos ávidos y silenciosos.
De todos modos, esta lluvia tan humilde no viene nada mal al campo, me dicen. Las pasturas se extinguen peligrosamente, las vacas no producen leche, las cosechas están con riesgo de perderse.
Las razones de mi interés por la lluvia son mucho más modestas y menos crematísticas.
Simplemente me encanta verla caer, así, blandamente como hoy. Sin otra consecuencia que por el simple placer de verla y sentir el olor a tierra mojada, a todo verde que renace con sus gotas.
Mientras voy sorbiendo el agua de la bombilla caliente, me aproximo a la ventana y desde allí tengo a mi disposición un ángulo mucho más amplio está, en principio, la calle. Sola a esa hora del amanecer, ya que la lluvia no es trasgredida ni por los pocos perros vagabundos que a esa hora merodean en busca de algún hueso que le tira algún humanitario que nunca falta.
Miro entonces hacia los árboles de la vereda que reciben gozosos esa lluvia tantos meses esperada y hasta me parece ver en esas hojitas el mismo regocijo que yo percibo en mí, algo como de alegría contenida y un poco recóndita, que seguro tiene como todo ser vivo.
Me quedé mirando un rato largo el caer un poco lánguido aunque parejo de la lluvia. Una chata pasó, lenta, con sus faros encendidos, en el claroscuro del alba y atravesó la calle desierta.
Después caminé hasta el comedor y levanté la persiana del amplio ventanal desde donde se puede ver dónde termina la calle y cómo ésta se hunde en el campo transformándose con sólo cruzar la ruta, en camino rural.
En realidad la vista es parcial, porque un populoso arbusto que crece inmanejable se cae casi sobre el ventanal, pero no obstante ello, queda un espacio más que suficiente para mirar con ganas hacia el sur donde la ruta peligrosa y veloz arrulla el sueño o lo interrumpe con sus bocinazos que parten el silencio con sus estridencias histéricas.
Todavía no he abierto una puerta ni ninguna ventana, pero es seguro que la fauna acuática de las cañadas cercanas estará inconmovible. Sólo se pone eufórica cuando los chaparrones son generosos y el agua desborda los márgenes que los juncos en forma irregular delinean.
Tal vez en su particular evaluación de la lluvia que se nos escapa a los humanos, no se sienta motivada para tentar una gran alharaca, cuando la lluvia es tan fina que apenas moja como una pluma leve a su paso como una delicadeza femenina de hada que nos quiere acariciar.
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