Jueves, 21 de enero de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
Cuando el mundo era distinto, cuando el mundo era más bello, cuando el mundo era perfecto, puedo decir que las cosas fueron ciertas, verdaderas. Fueron las cosas para siempre.
En ese espacio que trato de describir, allí en esa zona de campo donde en una casa sola, algunos habitantes que habían migrado -de algún lugar de Italia , se afanaban en sacar algo productivo de esa tierra. Sembrando aquello que se cosechaban en esa época: trigo, maíz, lino, algo de alfalfa para pasturas.
Y yo, doy vueltas sobre ese lugar, desde hace mucho, casi desde mis cinco años o antes. Es verdad, y para ser más exacto, a esa edad comenzó mi conciencia o mi recuerdo de las cosas. O antes, no sé. Pero en rigor estuve allí desde que era un lactante, y hasta estoy tentado en creer que mis primeros pasos los di en ese patio de tierra que rodeaban limoneros y mandarinos.
Esa casa, como muchas cosas de ese tiempo que arrasada por la piqueta despiadada del tiempo y los años pasaron su pátina sucia y gris del olvido irremediable.
Para ir a esa casa -a esa chacra se debía pasar, con la consiguiente aprensión por el camino llamado del cementerio, que para ser justos éste estaba solo al comienzo y no era un destino obligado, salvo para los muertos. Ese camino se bifurcaba justo al concretarse una legua del centro del pueblo y allí se topa uno con unos hilos de alambres de los campos, pero antes otro camino rural pasa transversal a él y se interna orondamente en los sembrados y se pierde entre múltiple caminos interiores y uno de ellos tiene varias puentes de madera para sortear un hondo canal que desagua los campos bajos.
En ese cruce, en esa esquina podríamos decir, abusando de la imprecisión, hubo una vez un bar que no sé si la inventiva del dueño o la creación popular refería como "El Boliche de la Legua". De cualquier modo, haya sido o no deliberado, el nombre venía justo, porque ese era el espacio que lo separaba del pueblo.
Si dijera que lo recuerdo, mentiría. Yo era muy chico cuando esa gente abandonó la punta de ese campo y el dueño del mismo le puso piqueta y lo tiró abajo en unos días. De paso, cuando volvíamos de la chacra de mi abuelo o de la de mi tío abuelo Roque Ciccarelli, en un sulky siempre traqueteante y siempre prestado, lo espiaba a hurtadillas. Mi padre nunca se detuvo y hasta es improbable que alguna vez lo haya hecho solo. Por lo cual, atisbando como en puntas de pie en mi memoria rescato un frente de ladrillos sin revocar, algunos palenques bajo unos paraísos coposo, con sus caballos ensillados esperando pacientemente a sus dueños mientras chapalean sus propios orines y se espantan las moscas, con esa largas colas llovidas, algunos charrets de cuatro caballos, algún sulky que llega a ser solitario. Y, al costado un par de canchas de bochas que se pueblan al atardecer y uno vislumbra (podría vislumbrar), algunas boinas negras o verdes, algún sombrero de ala corta levantado sobre la frente para ver mejor el destino de las bochas, en especial si la luz natural ya era escasa y habría que esperar esos faroles a gas que llamaban "sol de noche", que era la marca comercial del más conocido.
En las habitaciones de adentro estaría el mostrador, en la pared la estantería llena de coloreadas botellas, una puerta a un costado que lleva a la casa familiar. Y en ese salón habría algunas más que probables mesas para el jugo de naipes o dados.
La primera semana se llenaba de gente de toda la colonia y aventuro una pista de mosaicos donde se improvisaba algún baile donde las muchachas soñadoras buscarían maridos.
En esa zona muy cercana al boliche estaban los campos de varias familias tradicionales que aún los conservan pese a las herencias que lo han subdividido mucho. Algunas que recuerdo (y me puedo equivocar, porque trabajo en el tembladeral sinuoso y evasivo de la memoria infantil) son, eran o fueron: los Chiapello, los Bivi, los Pámparo, los Clérici, los Castanetto, y enfrente los Milani y don Juan Dallosta, en el medio de ellos: el cementerio. En rigor por allí también empezaban los campos de la familia Vollenweider y según me comenta Haydée Parapetti, memoria viva y exacta del pueblo más antiguo, muy cercana al Boliche de la Legua debió estar el Boliche Demarchi, una pulpería solitaria que como un abrojo perdido se habrá sostenido en esos tiempos remotos entre indiadas y gauchos y caravanas temerarias de carretas y galopes desenfrenados de montoneras y lanzas.
En un lugar cercano al Boliche Demarchi, don Emilio Vollenweider armó La Portada y el Establecimiento "La Lidia2, su plan del pueblo insertado luego por la realidad, pero ésa es otra historia.
Lo cierto es que al final de cuentas el "Boliche de la Legua" estuvo en el origen del pueblo o que un antecedente concreto de la población que justamente se armaría alrededor de la estación, cinco kilómetros al Este, tal como cualquiera puede constatarlo hoy.
Como mi padre vivió por esa zona de niño, y alguna vez trató de buscar las ruinas de la pulpería o Boliche Demarchi. Una vez que lo acompañé, sólo unos pocos ladrillos testimoniaron aquella realidad remotísima.
Pero en verdad no estoy seguro de que puedan ser estas mismas ruinas, o sus restos, sino la de la mismísima "La Portada", protohistoria de las poblaciones inmigrantes devenidas en pueblo luego. Perdido entre la memoria oral, la falta de referencias concretas: una casa, un árbol, un monte, debo apelar a mi imaginación -no demasiado frondosa desde ya para juntar en ese concierto de yuyales, cardos, sembrados y cigüeñas volando muy alto donde "todo lo demás, es cielo" diré parafraseando al poeta Néstor Groppa, alguna pista con que se pueda abonar mi recuerdo, hecho ya a estas alturas, más tarea de invención que de reconstrucción altiva de una memoria que quiere ser certera, pero es como esa nube que aparece un poco importante en lo alto y luego, ante la leve brisa se va desflecando, corriendo de a poco contra el horizonte que queda agazapado, esperando para convertirla en nada.
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