Miércoles, 24 de mayo de 2006 | Hoy
Por Eugenio Previgliano *
No debería -me dice- dejar librada al azar esta clase de cosas, yo creo -insiste- que Ud. tendría que tomar conciencia de lo que está haciendo y por qué es que deja que las cosas se le vayan de las manos . A las manos dice en tono de pregunta dónde cree que las tiene.
Yo no le contesto esta pregunta obvia, cumplo con Neftalí Reyes en lo de "me oyes a lo lejos" y su voz no me toca porque estoy concentrado en la parte más delicada de las que vengo en silencio acariciando en ese territorio firme de la cúspide de sus grandes pechos de niña crecida.
Al final Ud. -dice- todo lo vive como si fuera una contingencia, como si hubiera salido de la nada, como si la entera Grecia exagera estuviera en Ud.con su gran ápeiron1 de donde resultan las cosas, sin delimitar, sin borde, sin shaping donde colocar las entidades que componen su universo. No es esa la buena actitud que esperamos de Ud. los que lo queremos -agrega condescendientemente- Yo creo -completa- que Ud. no debería dejar pasar la ocasión, debería hacer algo, una propuesta, una sugerencia, hablar, manifestarse, que se yo -Dice como si fuera, además, a ir callando-
Yo en tanto recorro, exploro, toco, manipulo, acaricio suavemente de la mano con uno o dos o tres dedos y a veces con la palma pero pocas veces son las que con el dorso de la mano me entrego a sentir de su piel suave, oscura, leve, esa textura firme que a las solicitaciones mecánicas responde con elasticidad, yendo y enseguida, volviendo, sin quedarse, a la posición original; ese estremecimiento eléctrico e inmediato que sobreviene para mi sorpresa, porque no la conozco, no lo espero, no lo busco, no lo provoco, frente a ciertas expresiones de las suaves caricias de mis manos. Es -pienso mientras callo- una forma primordial de comunicación esta de acariciar a la chica que está acá a mi lado, hablándome en un tono sapiencial sin tutearme, sintiendo, viendo, asumiendo, percibiendo todos esos leves estremecimientos que ella parece no registrar, no recordar, no percibir y que si no fuera por la textura cambiante de la piel, por la temperatura que la piel va teniendo en cada iteración de uno y todos los recorridos que yo hago por su piel tersa y suave, por esa respuesta de rayo que de vez en cuando se dispara a todo o nada frente a ciertos estímulos.
Todas sus historias son igualmente triviales sigue diciendo , todo parece que pasara por un instante de revelación, de destino, de desatino, de ilusión: yo no puedo creer eso que me cuenta de que a la Dra. la vio cantando una noche un tema de George Gershwin con un pañuelito celeste de vincha cuando ella tenía la fresca edad mía de ahora y entonces -agrega en tono risible- se pasó veinte años casado con la misma mujer, viéndo cómo ella se volvía cada vez menos tolerante, cómo su espíritu se cristalizaba en las cosas del mundo, animado ese enorme coraje de tolerar toda clase de desprecios por la pobre ilusión de haberla visto una noche cantando con un pañuelito celeste al cuello -dice equivocándose-. Me parece poco cierto -reitera- todo eso que Ud. cuenta cuando habla de sus algunas mujeres, incluso lo de la otra -aclara equivocándose esta vez a causa de sus creencias-, la de Tucumán Arde, la que pinta.
Yo la verdad que estoy como distante, pero mi distancia alcanza para ver cómo modula su discurso mi mano que la acaricia suavemente: no es que me distraiga de las tensiones que en la piel de ella sobrevienen a causa de mis caricias, pero es parte de mi percepción el tono general de su discurso a la luz de los potenciales que despolarizan sus músculos acaso por su percepción disimulada o inconsciente de ese fino cosquilleo que yo puedo ver en la textura de su piel oscura, elástica y tersa, sin arrugas, anfractuosidades, pecas, lunares, manchas ni cicatrices.
Le digo más -dice entonces-, todo lo que cuenta del fin de sus fallidos romances, la sobreimpresión de sus sentimientos que usted dice que resulta de una intuición, de un instante, de una revelación, de asumir -dice ella que digo yo- que su verdadero destino está en ese sitio que lo incomoda en un instante, me cuesta imaginarme a un hombre de su edad, ya bastante crecidito, guiándose casi exclusivamente por estas soberanas pelotudeces que no alcanzarían ni para emocionar a un niño: la revolución, la poesía, la música antigua, el jazz, la amistad, el rugby, valores no sólo pasados de moda y anticuados sino aclara que acaso jamás hayan tenido mucha vigencia.
Después de esto verdaderamente como el viento de la noche calla y gira, gira hacia mí, pero yo sigo acariciándola con suavidad y atención: tal vez este sea el instante único donde el diálogo realmente comienza.
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