Sábado, 29 de julio de 2006 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Existe julio y pronto llegará agosto, mes por el cual tengo una especial predilección (aunque también amo abril y setiembre), pero que lleguen me parece bien aún cuando eso signifique el siempre mencionado paso del tiempo. Tratar con lo irrefutable, con lo que no puede tener modificación alguna, es incómodo. El pasado, por ejemplo, que tanto dolores da a los revisionistas de la historia, ya sea la de algunos hechos particulares, de algún conocido protagonista de otros días, de hechos generales. Los revisionistas sueñan con encontrar certidumbres. No pueden. En rigor ni ellos ni los primeros historiadores lograron certidumbre alguna. Lo que es cierto, lo que suponemos cierto, debe serlo por un esfuerzo de nuestra voluntad. De vez en cuando se encuentran viejos documentos que vienen bien para esto. En lo que hace a lo contemporáneo los documentos, las fotografía, la información es tanta que lleva necesariamente a una confusión, a veces de buena fe o a veces de muy mal entraña. Esta última, por otra parte, es la que en la sociedad consumista en que vivimos se vende mejor ya se trate de un libre, un película, una serie de televisión. Algo que les llegue a los otros (no a mi) vía Internet. Hay más de morbosidad que de un juicio de valor genuino, de una auténtica confrontación de los documentos que pueden ser opuestos los unos de los otros.
En algunos casos esa revisión, la más nociva, parece decidida a transformar a los personajes y los hechos que se analizan en que los viejos puntos de vista han sido una mentira tras otras, y los que parecen quieren ser transformados en puras muecas, en títeres, en bochornos fantoches. También es cierto que en nuestro país hay períodos históricos que nadie se anima a revisar con prolijidad, desechando las exageraciones, tratando de pasar las cosas en claro. Suelen encontrarse excepciones. Las hay, no demasiadas y no tienen el suceso de escándalo de los que ponen el acento en lo que puede despertar el morbo o la suspicacia.
Los hechos que se viven hoy en día parecen circunscribirse tan sólo a ellos sin tener la necesaria comprensión histórica de lo que ha sucedido históricamente y todo ello bien comprobado, no porque la historia la escriben los ganadores, sino porque la memoria del hombre es libre y puede recordar lo que pasó. Pensemos en algunos ejemplos: se cumplieron los setenta años del comienzo de la Guerra Civil Española. En esa guerra feroz se encontraba de un lado el gobierno republicano, legítimamente elegido, y del otro las fuerza de la reacción más absoluta que actuó con la alianza de los regímenes infames de Hitler y Mussolini. La presunta cruzada de Franco fue ante todo un mito. De ninguna manera fue hecha en nombre del cristianismo sino vulnerando los valores esenciales de lo que la doctrina de Cristo enseño y parece haber sido olvidad. No hubo del lado republicano ninguna masacre que pueda compararse a Guernica, realizada como ensayo de los nazis ha pedido de Hitler y aceptado con alegría por los franquistas. Pero he leído censuras al gobierno de Zapatero por intentar expresar la verdad, que es lo que en su momento expresaron Maritain, Bernanos, Mauriac, entre otros pensadores y escritores franceses que se ganaron, lógicamente, el odio del franquismo. A los sacerdotes vascos que estuvieron a mano, los fusiló en nombre de Cristo, blasfemia que aún hoy pretenden defender algunos.
La memoria de los pueblos se encuentran en un alto grado manipuleadas además del lógico pero acelerado expreso desgaste del paso de los años. Las generaciones no pueden ver las cosas de la misma manera. Acaso esa verdad, pero al menos podría ser bueno que se les enseñara la historia como debe ser y no tan cúmulo de falsificaciones en nombre de lo que ocurre hoy en día. François Furet lo expresaba con claridad: "Hitler supo, por instinto, el más grande secreto de la política: que la peor tiranía necesita del consentimiento de los tiranizados y, de ser posible, su entusiasmo..."
No es algo que haya pasado de largo el espíritu nazifascista. Está presente y lamentablemente vivo. Basta con observar algunas de las historias que se cuentan hoy sobre la guerra que parece haber comenzado (si es que alguna vez en esa zona se vivió en paz) en el Medio Oriente. Puede no complacerme en absoluto la actitud de Israel, la exagerada respuesta que ha dado a lo sucedido. Pero al mismo tiempo, en que quienes censuran esta actitud (que sin duda es censurable) noto un dejo de ese signo de la crueldad humana que es el antisemitismo, tal cual se ha dado en tiempos no tan lejanos. Se debe volver a tener en cuenta que el antisemitismo (como cualquier otra forma de discriminación, incluso la que incluye aquella que ataca por prejuicios lamentables a los pueblos que justamente se encuentran en conflicto con Israel) que estas formas que suelen querer ocultar la discriminación no deben ser juzgadas desde un punto de vista cuantitativo sino cualitativo.
Es una realidad que tanto los fundamentalismos del islamismo o de los judíos no parten de una premisa racial, como los nazis; es una cruel manifestación del odio que lleva a lo que está pasando. Pero en el resto del mundo existen actitudes que si son racistas. Tanto para los musulmanes como para parte de los judíos.
Qué necesaria es en este momento la lectura de ese breve libro de Primo Levi que se publicó, al menos en español, con el nombre de Entrevista a sí mismo, en donde quien vivió la experiencia del terror de Auschwitz, dio testimonio de ello y aclara, con sorprendente lucidez, que no siente odio, "Considero al odio nos dice algo animalesco y tosco, y prefiero que mis acciones y mis pensamientos, en los límites de lo posible, nazcan de la razón (...) no soy fascista, yo creo en la razón y en la discusión como supremos instrumentos de progreso, y por ellos antepongo la justicia del odio".
Primo Levi sobrevivió al campo concentronario; escribió sus páginas de testimonio. Pero como dice una de sus lectores, María Luján Leiva, "la agonía de las horas inciertas (Since then, at an uncertain tour that agony returns...)", según el poema de Coleridge, lo acosaron y de eso no pudo escapar. Se suicidó a los 70 años, dejándonos su legado en pro de la dignidad humana que parece que nadie, o muy pocos, han leído. Hoy nos son tan necesarias esas páginas como lo han sido; y nos tememos que lo seguirán siendo, las lecciones del amor y la comprensión son más difíciles de aprender que las del odio.
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