Martes, 4 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Miguel Roig *
En la casa de enfrente vive la familia de Baglietto, nos dijo un día José mientras tomábamos mate bajo el limonero. Mi amigo había cruzado la calle la noche anterior para poner una inyección o por alguna consulta médica de poca importancia. Me gusta la hermana, comentó.
Mi amigo trabajaba y vivía en una clínica de barrio, en Arroyito, muy cerca del estadio de Rosario Central. La clínica en realidad no era tal. Era una casa baja con muchas habitaciones y, al fondo, tenía un gran patio con limoneros y naranjos que remataba en el corazón de la manzana. Durante el día varios médicos atendían a los vecinos en las habitaciones convertidas en consultorios y durante la noche dos o tres estudiantes de medicina se turnaban para atender urgencias leves: poner una inyección, tomar la presión arterial o solicitar la presencia de algún médico en casos de fuerza mayor.
José estudiaba filosofía y letras pero los dueños de la clínica pensaban que por las mañanas iba al Hospital Centenario y por esa razón llegaba a veces a las clases de latín con el guardapolvo blanco en la mano. Sus compañeros de letras nos juntábamos por las noches a estudiar allí, en la clínica, y los fines de semanas hacíamos asados en el patio.
De la hermana de Juan Carlos Baglietto se habló bastante porque mi amigo, creo, se enamoró. Yo la habré visto una o dos veces: saliendo de su casa, esperando el colectivo. Era linda, muy linda.
Mi amigo salía muy temprano, intentaba subir al colectivo con ella y se bajaban juntos en el centro. Ya no sé si ella iba a alguna facultad o a trabajar. Si sé que la historia terminó en nada. No hubo suerte (para mi amigo).
La memoria rige con voluntad propia su discurso: no se puede hacer; se hace a sí misma.
En Madrid, las emisoras radiales han conseguido que la voz de Joaquín Sabina forme parte de la banda sonora de la ciudad. Tan así es que la propia repetición lo diluye y se termina por no percibirlo. Pero en cuanto se emite "Eclipse de Mar", reclama mi atención aunque sin conseguir que me detenga en su voz: evoco la versión de Baglietto, la primera que escuché de esa canción. Lo mismo pasa cuando programan "Pongamos que hablo de Madrid" y aparece, entonces, la voz tranquila de Adrián Abonizio que me ubica en algún lugar del sur de Rosario, en un recital en el que se le ocurrió mechar ese tema en su repertorio.
A partir de este nudo caprichoso de voces y canciones, entonces, Sabina desaparece dejando que intervengan estímulos que provocan una versión desafinada y casi silenciosa de "Río Marrón", "El témpano" o "La rumba del piano" que acabo musitando o silbando sin darme cuenta.
Apunta Saer en uno de su Argumentos, que de tanto viajar las huellas se entrecruzan, se diluyen y que, cuando uno regresa, comprueba como el extranjero se ha instalado en la casa natal.
Cada obra musical está, al menos en mi experiencia, ligada a un lugar y a un tiempo determinado. Cuando aquí, en Madrid donde resido, escucho a Bagiletto, a Abonizio o a Jorge Fandermole, el paisaje que emerge sutilmente en la conciencia es fluvial. Hace mucho que entendí el enigma: es lo que realmente echo en falta: la correntada, el barro, el perfume húmedo de la luz. Pero cuando regreso a Rosario, noto algo muy distinto: el espacio local ha mutado; el tiempo de aquel sonido original se ha sumergido debajo de estos días nuevos y ajenos para mí. Esa ausencia, entonces, se convierte en una paradoja: si por casualidad, suena "Aromas de Guadalupe" o "Dios y el Diablo en el Taller" o cualquier otra canción, mi mente se evade y busca el cobijo de la evocación en aquella otra parte lejana del mundo en la que la reconstrucción es posible. Quisiera estar escuchándolo en Madrid para recordar lo que no tengo delante de mis ojos, porque la distancia permite el simulacro de suponer que eso se ha quedado intacto, suspendido en el tiempo. (De todas maneras, no creo que el sentimiento sea privativo de quien se fue: todos somos extranjeros de un pasado.)
Si de buscar el pasado se tratara, habría que pensar un principio. Cambiando el tiempo verbal, se puede usar un giro de Zitarroza para explicarlo: creció desde el pie. Cada uno de nosotros de nuestra generación, llevado por otro, fue a un recital de Irreal o estuvo en una peña escuchando a El Banquete o a Acalanto o más tarde, solos, a Baglietto o a Abonizio. Eran algo cotidiano y sin pretensión ni predisposición ocuparon el espacio que dejó Canto Popular, por entonces una leyenda para quienes no fuimos testigos de esa corriente musical de los tempranos setenta. Pasaron a formar parte del relato cotidiano, armónicamente, como el grupo de poetas de Habla la Vaca, las paredes de Cachilo o los dibujos de El Tomi o la hermana del cantante para aquel puñado de amigos que tomábamos mate a lo hora la siesta.
La cronología oficial fija el concierto en Obras para contabilizar un cúmulo de años veinticinco, dice la noticia. Para entonces, casi todo lo apuntado ya era memoria.
Los aniversarios del campo cultural son mausoleos cuyo mármol cambia de brillo con el calendario a su favor. Entiendo, lógicamente, que es una manera de actualizar un significado pero esta comprensión no quita que, además, cada uno tenga para sí sus propias fechas.
La noche en una peña de la calle Alvear, donde algunos demorados escuchábamos a Baglietto cantar "La censura no existe mi amor" del Pichi De Benedictis. Era la primera vez que oía al cantante. No podría precisar la fecha, solo recuerdo la impresión que me causó: en un recinto apenas más amplio que el salón de una casa, ante unas pocas personas, aquella voz golpeaba las paredes y parecía cuento que brotara de ese hombrecito con gorra.
La tarde que en el hall del teatro San Martín de Buenos Aires asistí, esta vez entre un gentío, a un recital de Fandermole. Estaba en una de las galerías superiores y desde allí pude ser testigo de un curioso acontecimiento: ver como un recital multitudinario fue poco a poco, canción a canción, mutando en un encuentro íntimo en el que la voz amplificada de Fandermole fue perdiendo electricidad hasta ganar calor y madera.
El día que escuché por primera vez "Tres Agujas" o la voz, otra vez, de Fandermole que suena en este mismo momento en el salón de casa mientras escribo esto.
Me detengo un rato para escuchar "El presagio".
El acontecimiento está donde uno lo quiera fijar, donde los sentidos dan cuenta de él.
Al final, no es otra cosa que ir en busca de uno mismo, de cada uno de los que fue en todos estos años, de voz en voz, de canción en canción. O, quizás, con más ambición, de intentar vislumbrar quien uno es, de qué está hecho.
Pero no es una tarea fácil. Casi todo se diluye en el camino. Como cuando mi amigo salía en busca de la hermana del cantante.
Volvía con las manos vacías pero con la música en el cuerpo por el solo hecho de haber visto el de ella.
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