Sábado, 6 de octubre de 2007 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Sigo mi desordenada búsqueda de los textos de Nicanor Pérez, las cuartillas pálidas, grises, que ha dejado ocultas en los libros de dos librerías de viejo para que el azar (aunque ni mi amigo ni yo creamos en él) decida si caen en mis manos o se van con algunos lectores desprevenidos que las mirarán con algo de curiosidad o las apartarán, fastidiados, porque interrumpen la lectura que han elegido o tal vez las guardarán como quien atesora la carta de un desconocido a otro. Quizás ese mismo azar (en el que no creemos) hizo que primero encontrara varios fragmentos escritos por el propio Nicanor y después dos relatos más largos, que parecen haber sido redactados por alguien (¿el invisible detective mister Wingren?) que lo escuchaba y transcribía sus palabras.
Nicanor Pérez, casado, tenazmente enamorado, viejo, un tanto solitario, autor de un par de poemas pasables, protagonista de algunas lealtades increíbles y cómplice de infamias que merecen algo más que el infierno, lector voraz desde los nueve años, pianista aficionado, ignorante orgulloso de todo lo relacionado con el automovilismo (aceptando un par de excepciones), la telefonía celular, Internet, los email y cosas por el estilo, Nicanor Pérez, nostálgico de cosas que se saben y de cosas que parece que ni él mismo conoce, sostiene, como el célebre protagonista de una novela, que el ajedrez no solamente es un juego para jugar en distintos sitios y en diferentes ciudades sino que, en ciertas circunstancias, puede hacer que dos contrincantes se enfrenten en una ciudad que dioses menores transforman en un gran tablero, mucho más complicado que el otro.
Generalmente, aclara Nicanor a los pocos amigos que todavía lo escuchan, los jugadores son un hombre y una mujer que se aman, se odian, se traicionan, darían la vida por el otro a quien, por otra parte, matarían, y juegan hasta terminar una partida que ninguno de los dos gana aun cuando uno de los reyes quede literalmente destrozado en una esquina cualquiera de la ciudad, digamos Laprida y Pellegrini, o en alguna plaza, pensemos en la plaza Pringles o en la plaza San Martín, o en algún café o algún boliche de mala muerte, pero de esos no podemos pensar en ninguno porque todos han desaparecido. Las reinas terminan solitarias en inmensos departamentos donde lloran, recuperan el pasado con un trago de whiskie, sueñan, les duele la memoria, les duele el presente, pero sobreviven pensando en que los reyes morirán antes que ellas de muerte natural. Nicanor afirma que ha jugado unas cuantas partidas de ajedrez ciudadano pero que hay algunas que prefiere no recordar. Hay otras, en cambio, que sí recordaría pero preferiría no escribirlas. El ánimo de Nicanor cuando se refiere estas partidas es de tristeza, aunque a veces esboza una sonrisa, que también es triste, pero al fin y al cabo es una sonrisa. Nicanor me ha llevado a un café cercano a la estación Rosario Norte, que ya no es la estación Rosario Norte, y ha llevado con él un tablero de ajedrez y las piezas, blancas y negras, que si bien son comunes (aunque un poco más grandes, lo mismo que el tablero) están pintadas con brillantes colores. Cada una representa a una persona que Nicanor conoce, y mientras las acomoda me cuenta quiénes son. Las va nombrando con una voz y una expresión que oscilan desde algo parecido al odio (pero creo que Nicanor no sabe odiar) al más apasionado de los amores (aunque no sé a ciencia cierta cómo se manifiesta ese sentimiento en Nicanor). En lo que sí es absolutamente transparente (me consta) es en el desprecio y en la indiferencia. Incluso en algo así como un cariño oblicuo que se parece al sonido del clarinete de Pee Wee Russell.
No en todas las ciudades se juega a este ajedrez de la misma manera, explica Nicanor. Conozco, dice, algunas de las variantes pero no todas. Sé que en Praga el ajedrez de la ciudad tiene algo de kafkiano (pero son muchas las cosas kafkianas que puede tener) y en otros sitios es inevitable la influencia de Rilke. En Dublín el ajedrez sigue todo lo que pasa en el día de Bloom, que es como decir todo lo que pasa o puede pasar en el mundo entero. Hay quienes en París, Montevideo y Buenos Aires deben encontrar cada tanto a la Maga para seguir jugando. En Alejandría, como es sencillo de saber, hay siempre un tercer jugador que es Justine. Hay lluvias para los ajedrecistas de Macondo. Hay ajedrecistas que andan siempre esperando a Godot (pero esto puede ocurrir en cualquier lugar). En cuanto a nuestra ciudad, agrega Nicanor, las partidas son difíciles para todos y además de difíciles, inaugurales. Las mujeres de Rosario (si los contrincantes son una mujer y un hombre, y casi siempre lo son) son feroces hasta cuando parecen frágiles damas de un viejo cuadro. Las partidas duran años, a veces menos, pero esas más breves no tienen demasiada importancia. En las que duran años invariablemente alguien gana; ni por carambola hay tablas, pero nunca se sabe bien quién ganó o quién perdió. Se descubren cosas interesantes en este jueguito peligroso: una forma de perversión que puede ser muy tierna; una forma de hacer el amor que ni tan siquiera figura en el Kama Sutra; traiciones tan sofisticadas como aquel jarrón chino descubierto por Philo Vance y que ya no existe. Por mi edad, termina con alguna tristeza Nicanor, varias de mis últimas partidas de ajedrez ciudadano han durado poco. Una, por ejemplo, duró tres llamadas telefónicas y dos miradas. Ignoro si en algún momento seguirá. Y es probable que yo ya no esté para jugarla, confiesa.
Era el atardecer, ya había más sombras que luz y Nicanor, como don Segundo, se fue como quien se desangra.
Un campo de alfalfa
Los habían colocado en fila en un campo de alfalfa, cuenta Nicanor. El campo era grande, tanto que apenas se veían los alambrados que lo demarcaban. Sin embargo, los de la fila podían distinguir las dos tranqueras pintadas de azul, una en el alambrado que daba al sur, la otra al este. Eran, los de la fila, veintisiete seres humanos a quienes otros (presumiblemente) seres humanos habían puesto de esa manera. Nunca nadie pudo averiguar por qué no se habían animado a torturarlos o matarlos, pues esa era su costumbre. ¿Un experimento? No acostumbraban a tal cosa, toda experiencia les parecía superflua, carente de sentido. Sus ideas se reducían a matar o morir y, si se les presentaba la oportunidad, torturar. Pero esta parecía ser una excepción.
Junto a los 27 seres humanos ordenados en una fila, continúa Nicanor, compartían el campo unos cuarenta y pico novillos y terneras. En los cuatro rincones del campo había bombas para el agua y también pilas de leña y algunos instrumentos para carnear y para comer. Debían sobrevivir allí todo el tiempo que fuese posible. Ese tiempo estaba calculado, en realidad, para que no sobrevivieran, pero un inesperado golpe de estado lo limitó finalmente a 28 meses. Por desgracia, aquellos pocos que sabían de la existencia del campo de alfalfa murieron en el transcurso de las luchas por el poder, y entonces ese lugar siniestro pasó durante un largo tiempo al olvido.
Debo hacer una aclaración, explica Nicanor: entre los 27 seres humanos había 12 mujeres, todas ellas menores de treinta años, y 25 hombres, todos entre los 37 y los 45 años. ¿Cómo llegaron a conocerse estos datos y otros de los que ya le hablaré?, pregunta Nicanor. Uno de los 27, llamado Pedro Eleuterio Ramírez, que andaba muriéndose de cáncer, fue apuntando, para pasar el tiempo y conjurar el olvido, todos los detalles que podía en el cuero reseco de uno de los vacunos que había sido el primero de los alimentos probados. La anotación inicial, un tanto desprolija, aclara Nicanor, decía: "La carne salió bien aunque medio chamuscada. Susana y Patricia vomitaron y anduvieron mal toda la noche. Sergio se limitó a negarse a comer. Los demás comimos algunos bocados y pensamos que debíamos tratar que la carne saliera mejor. Además Ramiro, que había trabajado de albañil, opinó que los próximos cueros podían servir para hacer unos techitos, algo para protegernos. El otoño suele ser muy lluvioso y frío en esta zona, nos terminó diciendo". Pedro Eleuterio Ramírez, sigue Nicanor, de 44 años, de profesión dentista, pensaba que le quedaban entre nueve y doce meses de vida. Los dedicó a dejar para la historia el nombre y los quehaceres de esos 27, pero ese relato fue conocido por muy pocos. Es cierto que uno de los sobrevivientes escribió un pequeño libro, pero hubo otro cambio de gobierno y el libro fue quemado. Los ejemplares que quedaron fueron pocos y los que vinieron después de los que pusieron a los 27 en el alfalfar fueron mucho más terribles que los anteriores y no titubearon en liquidar a todos aquellos que se creyeron por fin libres.
De los 27 alfalfareños, concluye Nicanor, hubo siete que decidieron el camino del exilio. Nunca más se supo de ellos. Las tres prostitutas del grupo, Eleonora, Graciela y Patricia, tan delicada de estómago ella, fueron quemadas en una hoguera, como brujas. Hubo dos de los 27 que se pasaron a las huestes de las nuevas bestias que dominaban el país. Ramírez, el cronista moribundo, se niega a identificarlos y ni siquiera menciona si se trataba de hombres o mujeres. "¿Para qué escribía en uno de los cueros gastado por el tiempo y la intemperie agregar el nombre de tales infames a la natural historia de la infamia que algunos inocentes creyeron pura literatura?".
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