Sáb 03.11.2007
rosario

CONTRATAPA

Cachorro de lobo

› Por Miriam Cairo *

Nuestros patios se comunicaban. Debajo de un sauce leíamos la revista de historietas del mes y aprendíamos los diálogos de memoria.

Ella era un año menor que yo, pero más intrépida. Enfrentaba con valentía las penitencias que le impartían sus padres. Se escapaba de sus controles, los maldecía entre dientes, no la amedrentaban sus castigos. Por mi parte, yo estaba habituada a provocar enojos más sencillos al sentarme en el lugar equivocado o decir "no tengo ganas" cuando debía tenerlas.

Ella estaba pendiente de mí en todo momento. Creo que vivía agazapada detrás de la ventana y en cuanto me veía aparecer me interceptaba debajo del sauce. Clavaba sus enormes ojos negros en los míos hinchados por la costumbre de forzarlos a ver en la oscuridad. Yo sentía su amor como una protección y como una culpa.

Ella era tan hermosa y convincente que no podía resistirme a sus requerimientos. Su rostro blanco, como una bella serpiente se dirigía a mí con exigencias claras. Una tarde tuve que besarla junto al sauce, rogando que nadie nos viera desde su casa o la mía. Apreté fuertemente mi boca contra sus labios. Choqué violentamente contra sus dientes duros. Nos frotamos las bocas como dos piedras hasta lastimarnos. Después de aquel beso tuve miedo y excitación al salir de casa.

Atravesaba el patio como un territorio prohibido. Su necesidad de mí, a la vez me perturbaba y me hacía sentir fuerte. Sus requerimientos me dejaban sin aire. Su amor me quitó horas de soledad, de dibujos, de estudio. Ella sentía celos de mis amigos, de las tareas escolares, de mi perro.

A finales del mes de agosto de aquel año en que comenzamos a besarnos, sus padres decidieron mudarse "muy lejos, al campo", dijo mi madre, previniendo que no le pidiera ir a visitarla.

Cuando ella se fue, el patio dejó de ser un refugio y un riesgo. Pude hacer carreras y simulacros de cacería con mi perro. Con los chicos y las chicas del barrio jugué a las estatuas y a verdad﷓consecuencia. La pregunta que más los excitaba era "¿Diste un beso en la boca?", yo respondía que sí y todos se tapan los ojos y aullaban.

Pero ya nada era lo mismo para mí. A veces atravesaba el patio deseando que ella surgiera del aire y me llenara la cara con la luz negra de sus ojos. Extrañé su flequillo, su exigencia, sus labios ensangrentados, sus pecas.

Cuando mi madre me llevó a visitarla preparé una revista de historietas y algunas ramas de sauce como regalo. Su familia se había mudado a un lugar tan lejano que luego del viaje en ómnibus debimos atravesar a pie un largo callejón de tierra. Llegué a ese paraje sin calles, sin esquinas, sin vecinos con la sensación de estar en otro mundo.

Nuestras madres se saludaron con entusiasmo, entraron a la casa a conversar y nos dejaron en el patio desolado. Era un día de mucho calor y allí no había árboles. Yo no sabía qué decirle. Trataba de adivinar cuáles serían las palabras que ella esperaba de mí pero sólo encontraba silencio. Le entregué la revista con las ramas mustias por el calor y ella agradeció dándome un beso muy cerca de la boca. Fuimos a caminar por los pastizales. Por fin hallamos unos arbustos donde pudimos escondernos y protegernos del sol. Allí no quiso que nos lastimáramos los labios sino que nos quitáramos la ropa. Fue dificultoso sacarnos el jean que se nos había pegado a causa del sudor. Me desaté las zapatillas mecánicamente. No era necesario para mí preguntarle qué haríamos. Simplemente esperaba sus órdenes. Cuando quedamos desnudas, me miró fijamente y dijo "que se toquen", posando su pequeña mano entre las piernas.

Fue tan rojo, tan tibio, tan mortal lo que sucedió, que el mediodía de diciembre helaba comparado con el ardor de nuestros cuerpos. Un cachorro de lobo nos mordió los talones. Pájaros invisibles se metieron en nuestros agujeros. Relámpagos de enero nos lastimaron.

Cuando escuchamos a nuestras madres que nos llamaban nos vestimos rápidamente sin poder calmar la agitación que nos había comido el pecho. Con los cordones desatados salimos del escondite y corrimos para llegar rápido a almorzar como dos niñas obedientes. Devoramos la tarta de verduras sin preguntar si tenía esto o aquello, para alegría de las mujeres. Después de comer quisimos hacer lo mismo en su habitación, sin quitarnos la ropa pero no fue lo mismo y nos decepcionamos.

Al momento de marcharnos mi madre y la suya tuvieron que juntarnos con pequeños empujones para que nos diéramos un beso de despedida. Se miraron con resignación ante nuestra resistencia vergonzosa.

En el viaje de regreso, los recuerdos alternativamente me asustaban y me adormecían. Una turbulencia se agitaba en mi cabeza. Al bajar del colectivo me desmayé y mi madre me llevó en taxi al hospital. El médico dijo que había sido una lipotimia, pero ahora, muchos años después, creo que mi cuerpo, próximo a cumplir los doce años, aún era débil para sostener la culpa del primer milagro.

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