CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Ya sabés, querido Gary, que creo que tanto vos como tu entrañable y viejo amigo don Nicanor Pérez son bastante exagerados y, si la ocasión lo requiere, un poco, un poquito, mentirosos. Vos pensarás, y te imagino leyendo estas líneas entre divertido y levemente escandalizado: "pero mi joven amigo Fernando, creo que está eligiendo un calificativo un poco fuerte (porque ahora resulta que te empeñás en tratarme de usted), sobre todo si tenemos en cuenta su rígida moral calvinista (porque ahora resulta que mis críticas se deben simplemente a un inflexible dogma religioso del que carezco por completo)". Me corrijo, entonces, y aclaro que ni vos ni tu casi mellizo compañero de aventuras, Nicanor Pérez, son mentirosos, pero para ser sincero ésa es la palabra que se me ocurre cuando leo que ninguno de los dos sabe algo en serio de música, de pintura o de literatura en general y de poesía en particular. Yo sé que ustedes saben que saben. Lo que puedan decir en contrario me suena por lo menos inexacto o, en todo caso, falsamente modesto.
Aclarado el punto, vamos ahora a la carta de Nicanor. Me sorprende que todavía pienses, como él, que puedo "entender y dar forma" a sus escritos. Me limito a intentar que su lógica inestable no impida que sus textos sean poco legibles. Es una tarea fascinante pero algo ingrata, te diré: en más de una ocasión me siento culpable de maltratar sus frases, de herir sus ideas, de asesinar sus improvisaciones. Supongo que mis penas le causarán bastante gracia a Nicanor. Probablemente revisará lo que transcribo con una atención y una prolijidad inusitadas para mí y encontrará mis supuestas correcciones, mis pretendidas mejoras. Y sonreirá compasivo, casi paternal, como el maestro que justifica los errores de un discípulo atolondrado y poco eficaz.
Pero basta de quejas inútiles. Te informo que ahora, mi querido y viejo amigo Gary, para seguir con la historia debemos reunirnos con mister Wingren. En el reverso de la última página de la carta que nos envió Nicanor, el fantasmal detective anotó, de puño y letra, el día y el lugar para que podamos encontrarlo. Y agregó que será él mismo quien nos entregue el próximo capítulo de "Los criminales eruditos". Espero que esta vez no falte a la cita.
El jazz y el azar. A Juan Carlos Paz le preguntaron alguna o varias veces qué música escuchaba. A Paz le complacía tanto leer partituras como escuchar los discos. Pero contestaba y reflexionaba sobre su misma contestación. Decía (no seré literal en absoluto) que cada día sentía la necesidad de escuchar tal o cual música y en realidad no sabía de dónde provenía ese deseo. Leo con frecuencia los tres tomos de sus tan particulares memorias pero me es casi imposible escucharlo (creo que tengo un par de sus obras), ya que a pesar de ser no sólo uno de los músicos de más importancia en la música argentina sino también alguien reconocido internacionalmente, sus composiciones no se graban o puede ser que existan grabaciones que ignoro. Con el jazz me ocurre lo mismo que a Juan Carlos Paz: hay días en que no escucho nada porque otros sonidos capturan implacablemente mi espíritu y entonces necesito la compañía de Schoenberg, de Alban Berg, de Webern, de Ravel, de Shostakovich, de Britten, de Saint Saens, de Hindemith. Enumeración que hace comprender que de música no entiendo nada, ya que se trata de una mezcla insostenible para los entendidos. Para mí, en cambio, es un alimento placentero. En los momentos (en los muchos momentos) en que necesito escuchar jazz, salto con facilidad de Bix Beiderbecke a Sonny Rollins, de Jelly Roll Morton a Dexter Gordon, de King Oliver a Branford Marsalis. En lo que hace a Louis Armstrong, Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane, Fats Waller, Coleman Hawkins, Lester Young o Duke Ellington, todos ellos forman un capítulo aparte. Se encuentran siempre presentes. Me entusiasman, además, versiones no demasiado conocidas de los años treinta y comienzos de los cuarenta. Se trata de comprender que ante todo estoy enamorado del jazz irremediablemente, sin retorno. Y que si un tipo de hoy sigue tocando o tratando de tocar como algunos de los nombrados (o toma algunas cosas de ellos), eso me parece tan fenomenal como aquél que intenta nuevos caminos, aunque en ocasiones pienso que parte de las últimas exploraciones de Coltrane, de Ornette Coleman, de Anthony Braxton, incluso de Charlie Haden, llevan un cartelito que tiene anotadas las palabras "The End". No del jazz, claro, el jazz nunca terminará, pero sí de ciertas formas de la vanguardia que ya no deberían seguir rotuladas como jazz.
Estoy un tanto viejo y cansado para no saber que las etiquetas no importan y que lo que sí interesa es la música, sea cual fuese el nombre que se le ponga. En este sentido me parecen estupendas las experiencias de "Codona", grupo en el que estaban el entrañable Don Cherry, el menos conocido Collin Walcott y Nana Vasconcelos, y que lamentablemente duró bastante poco pues Walcott murió muy joven. Ellos llamaban a lo que hacían "música del mundo" y eso me parece más apropiado que llamarle jazz, aunque las versiones que tocaban tengan mucho de él. Otro grupo, del que conozco menos, es "Oregon". Un cuarteto formado por excelentes músicos, virtuosos de una ponchada de instrumentos: Ralph Towner, el mismo Collin Walcott, Paul McCandless y Glen Moore. De "Codona" supo regalarme unos Cds Quique Gallego; de "Oregon", conjunto que me "presentó" Gastón Bozzano, he escuchado mucho menos. De los músicos que mencioné más arriba tengo preferencia por Don Cherry, quien nació en 1936 y murió a los 59 años. Tocó con el Gato Barbieri, con Ornette Coleman y con John Coltrane entre otros. Su sonido tiene una bella serenidad, ésa que lograba arrancar del corazón de su pequeña trompeta. Un disco que me parece esencial es su "Art Decó", donde al cuarteto lo integran, además de Cherry, James Clay en saxo tenor, Charlie Haden en contrabajo y Billy Higgins en batería.
El inolvidable Rafael Barrett. He releído en estos días algunos de los artículos de Rafael Barrett que fueron publicados por la casa editora O.M. Bertani, de Montevideo, que además publicó una buena cantidad de las obras de ese hombre inolvidable pero olvidado por una gran mayoría. Rafael Barrett nació en España en 1876 y murió en Francia en 1910. Llegó a nuestra América en 1903 y la mayor parte de sus escritos data de sus siete "años americanos". Es excelente la entrada sobre Barrett que César Aira hace en su diccionario de autores latinoamericanos: "...anarquista militante, profesor, conferencista, periodista, sobrellevó con vigor y pureza de santo la pobreza, la enfermedad y la persecución".
Barrett vivió en nuestro país, en el Uruguay y en el Paraguay, a la que hizo su patria de adopción y de la que fue expulsado cuando se encontraba ya gravemente enfermo. Sólo dos de sus obras se publicaron en vida. La que estoy releyendo es póstuma. Sus obras completas, publicadas, según apunta Aira, en 1932, fueron reeditadas en 1943, 1954 y 1988/89. Ignoro si aún se las puede encontrar en librerías. Si mal no recuerdo, en algún momento hubo en Rosario un grupo que se dedicó en especial a difundir su obra y sus ideas.
La mujer ubicua. Hay mujeres que tienen el atributo de la ubicuidad, que muchos piensan que tan sólo es un atributo de los dioses. Hay mujeres, como digo, y más que decir lo afirmo, que son ubicuas y eso las ayuda para cualquier cosa, tanto para la maldad o para eso que llamamos perversión, como también en algunas ocasiones para sentir que aman y protegen al que aman.
Hablaré de una. Tiene por lo menos siete direcciones diferentes y siete teléfonos distintos, se siente absolutamente libre y hace lo que quiere, donde quiere y como quiere. Se las arregla muy bien para hacerme conocer lo que ha hecho, pero siempre de manera indirecta. En el principio de nuestras historias (que ignoro si son más o menos de siete, pero sí sé que invariablemente ella comenzó todas) yo sufría, me atormentaba. Todo lo que me ocurría era digno de la letra de un bolero de Armando Manzanero. Ahora, y por mi parte lo lamento, ese todo se ha transformado en un juego. Ella se las ha ingeniado perfectamente para que yo siempre sepa qué es de sus siete o más vidas. Pero ella no sabe nada de la mía, y lo que sospecha es falso. No tengo los atributos que ella posee, aunque me las arreglo para inventar y me tiene sin cuidado si mis invenciones le llegan o no. En realidad, yo no me muevo del sitio en el que estoy, y si bien parece que me muevo, que ando por aquí o por allá, lo cierto es que siempre me quedo en el mismo lugar, tomando un whisky, fumando un cigarro y escuchando a Ellington.
No creo que se preocupe por saber si todavía la amo.
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