CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Los días frescos pero soleados eran los que preferíamos para jugar al fútbol. Raramente íbamos a la cancha del Club por las mañanas, y hoy no recuerdo el motivo. Excluyendo los días escolares, en las épocas de vacaciones o los sábados podríamos haber ido. Pero no la frecuentábamos.
Ahora es demasiado tarde para todas las preguntas.
De todos modos , por las tardes, luego del almuerzo íbamos religiosamente, salvo que mediara un castigo por alguna travesura. El rebote de la pelota esa tarde sería una tortura imposible de soportar. El ruido de la pelota y los gritos, las voces que reconocíamos. Yo vivía a dos cuadras de la cancha, pero como los fondos de nuestro terreno de 50 metros, daba a escasos cien, el ruido y la ansiedad serían realmente intolerables.
Tal vez no iríamos a la cancha por las mañanas porque el cuidador, a quien llamábamos "el canchero", ya que estaba encargado de cuidar el césped y las instalaciones, tenía un grupo numeroso de ovejas y las largaba en el campo de juego para ahorrarse el trabajo de cuidar el césped y de paso criaba gratuitamente a ese grupo de animalitos asustadizos y sucios. El hombre se llamaba Atilio Valvazón y había tenido un boliche en la primera calle del pueblo con el bonito nombre de "Bar La Primavera", donde iban los cantores, como se les llamaba popularmente a los últimos payadores pampeanos.
Con sólo ir por las mañanas hasta el polígono de tiro que no funcionaba por entonces, abrir las dos hojas de madera de esa puerta inmensa y sacar a los gritos esos pobres animalitos, que salían golpeándose, empujándose con ansiedad, con miedo o con ganas de comer el pasto, nunca lo supe, bastaba para cumplir con su cometido, con su trabajo, en fin, con la tarea que se le había encomendado: que el pasto no creciera demasiado.
Más arriba escribí qué días preferíamos para jugar al fútbol, aclarando que en realidad a la hora de patear una pelota poco nos importaba el día. Pero dado a elegir en la vida nunca sucede una cosa así preferíamos los días fríos y soleados.
Los días ventosos eran los que más odiábamos porque la pelota perdía dirección con facilidad y se ponía muy difícil embocar un gol ("convertir", como dicen con pobreza lingüísticamente franciscana los periodistas deportivos), es decir, introducir el balón en esos tres palos, en esos arcos demasiado grandes para nosotros. Motivo por el cual, si no llegábamos a juntarnos 22 pibes, usábamos la mitad de la cancha, poniendo alguna ropa como arco.
Eran tiempos en que los penales se pateaban afuera, como dice mi amigo el poeta Omar Cao, con su ternura y su cara morena para siempre.
Nosotros no sabíamos que éramos sólo tiempo y si lo hubiésemos sabido lo habríamos canjeado por una pelota de fútbol rebotando blandamente en la gramilla.
Pactado el desafío contra otro barrio o elegido lo más democráticamente posible los compañeros de picado, el tiempo quedaba suspendido para siempre, como las sombras del atardecer que no nos permitían ver la pelota o el silbido admonitor de nuestro padre nos sacaban de allí. Habíamos jugado cinco, seis o siete horas sin parar. Hoy casi descreo de tanta energía y de tanto entusiasmo.
Pero no era todo caos en estos partidos informales, donde pretendíamos copiar las jugadas que les imaginábamos a nuestros ídolos, en tiempos en que la televisión no existía.
La elección de los "equipos" para un picado tenía sus reglas. En general los más habilidosos tenían ese derecho. Tiraban suerte con una moneda para elegir el primero y luego lo hacían por turno. Los menos hábiles quedaban para el final y si el azar había inclinado la balanza hacia un grupo donde había varios que jugaban bien, se llegaba a la justa distribución donde dos o tres "maletas" que sobraban iban hacia el equipo más débil. Visto hoy, por más justicia que buscáramos quedaba en evidencia que se sancionaba al "patadura", pero la vida es así. Y nosotros, intuitivamente lo sabíamos.
Relato esta costumbre porque ignoro cómo hacen hoy para jugar los chicos que no van a un club, donde seguramente todo está en manos de los profesores de gimnasia, digo, pienso, ¿cómo harán hoy para elegir en los picados?. Agrego: ¿queda en algún lugar, en algún rincón, un sitio para jugarse un "picadito"?.
El fútbol en aquel tiempo era lo más bello y luminoso de nuestras vidas. No sólo lo practicábamos en la cortada de gramilla que moría en mi casa sino en la cancha del Club y hasta en la escuela, en los recreos, grado contra grado.
También lo hacíamos en ese lugar que hoy es el "centro" del pueblo, donde había un terreno entejidado que llamábamos "la canchita" donde recibíamos a los equipos de otros barrios porque sentamos nuestros reales allí, como barra orgullosa de El Jazmín, nuestra barriada populosa.
Ese tejido salvaba al terreno, cuyo dueño se ignoraba por entonces, de los perros callejeros, de los caballos sueltos y hasta permitía que se arrimaran los mayores a vernos jugar. Estaba enfrente de la "Carnicería Del Pueblo", del inefable Don Benicio Ardiles, por lo que los clientes eran nuestro público natural.
Todo esto fue anterior a nuestra adolescencia, cuando ya empezaron las primeras experiencias de la vida, entre ellas estuvo en algunos, como en mí el honor de vestir la casaca roja, los pantaloncitos blancos, pero esta es una historia que ya contaré en su momento, digo, no sé si vale la pena, después de tanto tiempo pasado.
Eran las ilusiones de ganar un campeonato lo que nos hacía viajar por otros pueblos, competir (como se dice ahora) porque nos gustaba jugar, traspirar la camiseta que el Club nos había confiado y ese era un honor al cual no podíamos renunciar porque en ello pensábamos se nos iba la vida, y dejábamos en cada partido hasta la última gota de sudor.
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