Jueves, 10 de enero de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Se me ha dicho que sea como sea todo es un proceso de aniquilación: Malone muere; Gregorio se transforma en un desagradable insecto. La inmortalidad no es deseada: quien la tiene busca las aguas de ese río que lo llevará a morir. El escritor (o el músico en la versión de Visconti) se teñirá para esconderse (quizá) de la muerte, pero ella lo encontrará lo mismo en una casi desierta playa de Venecia. Los bárbaros no llegan nunca (ni en Buzzati, ni en Kavafis) y ellos podrían ser una solución a la lentitud de este aniquilarse. Algunos juegan al posible absoluto de la desmesura en la relación amorosa: no habrá nombres, el encuentro será casual (o borgeanamente será un encuentro casual, que es una cita) y el lugar como un encierro que solamente habitarán dos cuerpos que desean devorarse ("El último tango en París"). Pero ese absoluto es inalcanzable. ¿De qué sirven los posibles pactos con el Maligno? De nada. Ni en "El séptimo sello", ni en el "Segundo Fausto", ni el intento final de Mann: "Doktor Faustus". Cada uno, me repiten, se aniquila a su manera. Inevitable. ¿Acepto por estos argumentos lo que acepto? Supongo que no. Meros adornos del lenguaje (malos adornos del lenguaje) para no decir lo que podría ser la verdad: no es posible, o al menos no es probable, decir que no, negarse. ¿El suicidio? Es un aniquilamiento que no me atrae demasiado. A partir de pasado mañana, martes, ya nunca más seré yo o lo que supongo que soy yo, para ser siempre algo diferente. A veces por períodos de días, en ocasiones son semanas, alguna vez meses. Nunca he llegado al año. En algún momento, si las circunstancias lo permiten, me transformo. Siempre en un ser humano diferente, incluso en particulares historias que lo requieren, en siete hombres distintos en una semana. Los placeres humanos, los más grotescos, los más refinados, no me complacen en absoluto. No me agradan las orgías o las aventuras más privadas, tampoco la comida delicada de un enfermo o las grandes comilonas que desembocan en la muerte (de los otros, no la mía). Tan sólo ciertos dolores de esos otros, sus personales infiernos, me deparan un descanso, acaso alguna satisfacción. Además, todo lo que ocurre se graba en mi memoria que a su vez se fragmenta y forma historias diferentes. Soy uno (creo), pero me doy cuenta (creo) de que puedo ser varios. Se me cambia la edad, a veces tengo barba y otras veces no, mis oficios son diferentes, los finales previstos se parecen. No todo es idéntico, pero mentiría si dijera que de tanto en tanto siento cierta ternura y en otras oportunidades algo de odio. Cumplo con lo que debo hacer y lo hago. No tengo vicios, no deseo nada, me invento goces que supuestamente disfruto. No es así, aunque puedo imitar ese como placer. Me he acostumbrado al cambio en el tiempo. He sido parte de aquellos que rodeaban a Calígula. Estuve entre los que destruyeron la biblioteca de Alejandría. Fui casi como un amigo de Sócrates. Caminé junto a Isaías, a Buda, a Jesús. Pero no me involucraba. Miré de muy lejos el momento de la cicuta y la muerte en la cruz. No estoy hecho para compasiones. Me dicen: tu forma de aniquilarte es ésa, la de una refinada crueldad, una calculada indiferencia. Puede ser, aun cuando ignoro si lo creo o no, o si me importa. Siempre estoy en la parte de atrás de la cámara. A veces se supone que dirijo, otras parece que escribo el guión. Soy por alguna razón bueno en la estructura de los montajes. ¿Esto de los cambios de tiempo implica esa inmortalidad a la que ya me he referido? No, se trata naturalmente de mi ser, por decirlo en un lenguaje aproximativo, algo para hacerme entender pero que no es en absoluto exacto. He visto, nadie lo sabe, a Shakespeare dudar algunos instantes cuando escribía ese célebre pasaje de la vida como el cuento contado por un idiota lleno de sonido y furia. Y vi a Faulkner pensarlo durante una de sus largas borracheras (que compartí sin emborracharme) para el título de su obra. Y escuché el decir de esas líneas en la voz de un oscuro actor inglés que estaba destinado al fracaso. Si tuviese la posibilidad de que algo me hiciera gracia, son esas líneas las que me harían sonreír. Carezco de los atributos del llanto y de la risa, aunque puedo simularlos a la perfección. Como y duermo, pero en realidad no necesito (¿lo dije ya?) hacerlo. Mentiría, sin embargo, si afirmara que los suicidios no me alteran un poco. Los suicidios cercanos hacen temblar los rasgos de mi perfil real y no los del ser en que me he transformado. No tengo el control de nada (quienes me contratan lo tienen). No digo con claridad quién soy o qué soy porque no lo sé y no para crear un absurdo suspenso. Sería una metáfora demasiado sencilla (y errónea) expresar que soy el espíritu del mal, el Lucifer de todos los días, o que soy la muerte, tan cotidiana como el mismo demonio. No es así. Sé que no soy eso. Tampoco tengo relación alguna con ninguna divinidad. ¿Alguno de ellos me contrató? Si es así, ¿quién de ellos? No lo sé, no me importa saberlo. Mi oficio es el de ser como un cronista de los hechos que veo desde todos aquellos ángulos que a un único hombre le sería imposible observar. Ignoro quién necesita mi testimonio. Desconozco por qué debo reportar lo que existe oscuramente y pasa desapercibido para casi todos o lo que es trascendente pero nadie desea llevarle el apunte. Se me ha dicho: "Si bien te necesitamos, no se te ocurra pensar que sos el único, que sos imprescindible, que no hay nadie más en tu misma situación. Pudo haber sido en un paraje apenas marcado en el mapa del Congo, o en alguna de las islas de Indonesia, o en cualquiera de siete pueblitos del profundo sur de los Estados Unidos, pero será en la ciudad que marcan estas coordenadas". Y me habían entregado un papel con unos números y ante mi reacción al leerlo habían agregado: "Algo te asombra, por vez primera, pero en vos no debería existir el asombro. Sabemos que varios de los cronistas que viajaron a esa ciudad no han vuelto, pero otros tantos sí. Allí deberás ir". No les pedí (nunca exijo nada a quienes me contratan ni los contradigo) que alguien me acompañara, pero me hubiese gustado que uno de mis amigos (aunque suene extraño tengo, o creo tener todavía, algunos amigos) compartiera mi travesía: Julián, que conoce mucho más que yo los lugares donde el asfalto se convierte en tierra y el cielo en intemperie; el incansable ╡lvaro, con quien hemos sobrevivido a más de un naufragio; Juan, paciente copista que ordena un poco mis desprolijos informes. Acaso pueda encontrarme con alguno de ellos en esa lejana ciudad que debo visitar.
Fragmentos en la calle de tierra
Llego a la ciudad por una calle de tierra. Podrán ustedes suponer que en una calle de tierra no hay otra cosa que tierra, cascotes que el tiempo ha ido haciendo, algunas piedritas, tapas de gaseosas, tal vez corchos, alguna tuerca fuera de lugar, alambres, y en los charcos, que son numerosos, el color del agua es marrón oscuro pero los dioses de Eliot no tienen nada que ver con ellos. En realidad, pienso o creo pensar, en estos lugares de los que les hablo nada tienen que hacer, por ahora al menos, los dioses y los poetas. Paradójicamente, como en una de las tantas paradojas que me definen, descubro además fragmentos que sin lenguaje alguno son, misteriosamente, partes de un poema que algún dios equivocado ha escondido en estas calles de tierra. No está escrito, es difícil de encontrar, pero es un bello poema si uno presta atención. Sé que ustedes piensan (y ya lo han señalado en varios de mis reportes anteriores) que el poema, necesariamente, debe estar escrito en algo, sobre algo, un pedazo de chapa, un ladrillo, una lata de cerveza, el cuero reseco de un gato muerto, la madera que algún día fue una ventana. Les repito que no, que a veces el poema no está escrito sobre nada en especial, sobre nada de nada, pero está ahí, quieto o casi quieto, en un lugar del aire, a ras de esta o aquella casa de la calle de tierra. Ustedes no me creen. Suponen, antes de hacerse cualquier pregunta, antes de una mínima duda, que estoy en ese terreno que poco a poco se desliza hacia la locura. Demencia senil, anotarán en este informe cuando lo reciban. Acaso lo mismo piensa el hombre que se acerca al verme deambular por la calle de tierra. "Tengo un regalo para vos", le digo sonriendo y le entrego la corbata que llevo puesta. O bien el gesto amistoso o bien el detalle algo excéntrico de una corbata en mi atuendo de expedicionario le parecen, creo, una forma de locura. Les copio un trozo (para no repetir la palabra fragmento, ya que se trata de un fragmento de un fragmento, término que no queda mal en estos parajes donde las casas, por llamarlas de alguna manera, están edificadas con fragmentos de tantos materiales diferentes) del poema. "Hay un poema que todo poeta puede escribir antes de ciertos movimientos de las palabras en su cuerpo o en su mente, esas cosas que ocurren porque el mismo poeta las ha provocado o simplemente otras que vienen sucediendo teniéndolo en cuenta a él o sin tenerlo en cuenta para nada. Ese poema difícilmente se llegará a conocer porque no será escrito, en todo caso será el poema que no se escribe, que no puede escribirse, aunque ignoremos por qué. Crece, sin embargo, como ciertas lluvias que van en aumento con el paso de los días, manchas de humedad en paredes que no conocemos ni llegaremos a conocer nunca. Ese es el poema que huye antes de que el poeta pueda tomar la hoja de papel y el lápiz para escribirlo. Así ocurre, como la sombra de una alondra sobre ese charco pequeño que el mismo poeta no ha tenido la certidumbre de haber percibido. Letras desparramadas en desorden buscándose, amándose, diciendo las cosas que deberían ser dichas de otra manera pero no, eso no ocurre. Entonces en las calles de tierra de esos lugares del ignorado poema las hojas amarillas del otoño permanecen aun cuando uno llegue a pensar que ya se han terminado todos los otoños del mundo".
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