Miércoles, 23 de enero de 2008 | Hoy
Por Eugenio Previgliano y Corina Moscovich
La escena es así: antes de ir a ver si se queda definitivamente en Francia, en 1979, el tipo va a la cancha a ver a La Pepona Rinaldi, que entonces jugaba en Belgrano de Córdoba en el clásico contra Talleres en algún estadio mundialista que la dictadura venía de terminar con todos los adelantos de la época a un precio que aún se sigue pagando. El tipo no es un gran hincha de fútbol, pero sus primos, cordobeses, que lo han llevado sí lo son, e incluso uno de ellos, años después, abandonará una brillante carrera de Ciencias Políticas para jugar profesionalmente en algún equipo ignoto de Bolivia.
Cómo ha cambiado -dice uno de los primos- el fútbol con el mundial, fijáte que antes -dice- no venía ni una sola mujer a la cancha.
Decir "Soy rosarina" pero no poder hablar de un partido de fútbol en vivo era algo que me venía torturando desde hacía años pero pasaron muchos más antes de que yo decidiera ir a la cancha. Más que presenciar un deporte, lo tomé como una experiencia de turismo cultural, de la que extraje algunas conclusiones: La gente asiste en masa a observar como diez (u once) jugadores corren tras una pelota. Grita, insulta, come semillitas, se agarra la cabeza con las dos manos, se abraza a la hora de un gol. Transpira, se come las uñas, a veces manda mensajes por celular o habla, enajenada, intentando narrar la última jugada.
Resulta por lo menos sospechoso el comentario del primo carnal si nos ponemos ahora a ver en el contexto en que esto se daba: tal vez ese año haya sido el pico de intolerancia de la sociedad argentina y paradójicamente viene a darse esta observación de que en medio de la dictadura habían caído las clausuras deportivas para las mujeres: ¿o sólo eran mujeres que acompañaban a su padre, marido, novio, amigo en esta pasión extraña? Estas y otras preguntas me rondan el tablón mientras escucho que ya todos saben que Central está de luto, son todos negros...
En vivo es la combinación de palabras que mejor describe semejante espectáculo que nuclea a toda clase social, económica y por qué no cultural. Al igual que Clemente yo misma me hubiera puesto a gritar: Un cacho de cultura, lará lará lará. Lo cierto es que mientras el resto de los mortales seguía la pelota en la cancha, yo no podía dejar de cuestionarme el concepto de cultura. Que para mí el fútbol no lo sea no excluye que para muchos sí. El fútbol como hábito, como deporte, como vicio, como necesidad de rito, de algo de qué hablar con los amigos y con los desconocidos en el ascensor o en el bar.
Curiosa cuestión: el setenta y cuatro -decía un día alguno en el desparecido bar El Cairo- salimos a festejar el campeonato rondando por toda la ciudad y llegando a La Rural hubo un entrevero, pero salió uno a pacificar a las masas y dijo: ¿por qué peleamos? ¿no somos todos peronistas?
Los mundiales invariablemente actuaron como ayuda (de los hombres para las mujeres) y como delator (de las mujeres para los hombres). En esas semanas de fútbol inoportuno, las canciones tan pegadizas nos servían como recreo; quizás para observar otros detalles, además de la pelota de cuero tan veloz, del césped con brillitos, etcétera. ¡Pero nosotras queríamos que los números de las camisetas fuesen bien grandes para identificar a los jugadores más agraciados y dotados de hermosura!
- Hermosura, querida Corina, es lo último que se puede encontrar en un jugador de fútbol, ¿es ese el lugar en el fútbol para nuestras mujeres? ¿Es esa la razón por la cual los equipos femeninos de fútbol tienen peor performance que la de casi todos los demás países?
- Hasta en eso tendremos las damas respuestas desemejantes que dejarán a los hombres con la boca abierta y al árbitro, con el pito en la mano.
Time out.
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