rosario

Sábado, 3 de diciembre de 2005

CONTRATAPA

Tercera escena callejera

 Por Gary Vila Ortiz

Si la casualidad existe, lo encontré por casualidad. Como los dos creíamos en aquello de que ningún juego de dados abolirá el azar, mas nos afirmábamos en esa creencia. Un tercero que pasó, acaso por casualidad, no dijo, "la casualidad no existe". Lo miré con afecto, hacía más de seis años que no le veía. "Es una suerte encontrarte. Te anduve buscando porque quería despedirme". ¿Te vas de viaje? Siempre te gustó, me alegro. "Bueno, tanto como decir de viaje, no lo sé; me voy a suicidad y como he puesto una fecha ando buscando unos amigos para despedirme y dejarle a cada uno unos cuantos recuerdos. Vos sabés que siempre anduve solo". Me quedé callado, ignoro si sorprendido. Pensé que estaba enfermo. Se lo pregunté. Para nada. "Ando bien, por lo menos para los setenta y tres que tengo. Se trata de otra cosa. Llegué al final. Como Hemingway. Ya no puedo escribir una línea que valga la pena. Cada tanto publico algo, pero solamente porque los amigos me toleran. Entonces nada mejor que un escopetazo. Aunque yo no pienso usar la escopeta. Tampoco pastillas, dicen que es una fea manera de morir. Menos aún tirarme de un edificio. Ni pensar en el río, me da frió. El cianuro es rápido, pero me recuerda a Hitler. He encontrado otro medio". Le pregunté, no pude evitarlo, cuál era ese método. No me contestó. Se sonrió como alguien dispuesto a hacer una travesura y dijo "no puedo decirlo, puede ser contagioso". Me invitó a sentarnos en un banco donde daba el sol. Le pregunté por aquella chica del bar del cual parecía enamorado. "Sí, es cierto, parecía enamorado, pero no lo estaba. Pasé un par de años bien, aceptablemente bien. Pero eso no me hizo escribir mejor. Todo lo contrario". Si todos los tipos que andan por la ciudad y escriben se dan cuenta que por casualidad eligen una línea pasable, tendríamos una epidemia de suicidios. Empezando por mi, le dije entre burlas y veras. "Es cierto, pero no se trata de eso. Es comprender, en un momento, a mi me ha llegado ese momento, esa iluminación como a Rimbaud, que no interesa tanto publicar algo bueno sino darse que la única actitud posible como escritores es mandarse mudar al otro lado. Te pido que no trates de convencerme". Le iba a decir que me parecía un disparate, pero no se lo dije. Prendí un cigarrillo para demorarme un poco. Me pescó al vuelo. "No sabés qué decir. No importa, me gusta que no sepas qué decir. Sos más sincero. Hay quienes han llorado, me han dicho hermano cómo me vas a dejar solo, todo el catálogo de lugares comunes. Tu silencio me parece mejor". Tiré el cigarrillo, al que le di una única pitada y prendí otro. "Te cuento que quiero dejarte. Una dirección, podes ir o no pero vale la pena que vayas. Tenés que tocar timbre, decir que yo te mando, te voy a dejar una tarjeta, y después las cosas corren por tu cuenta. Te dejaré también una edición, bastante mal traducida, pero lo suficientemente completa, de las cartas de Flaubert. Además, algo así como un juego: libros de todos aquellos autores que decidieron tomarse el buque antes de tiempo. Y además, dos botellas intactas de Old Parr y una caja de cigarros. ¿Te parece bien?". No pude decir nada. Le pregunté por la fecha. "Eso es un misterio, me dijo. Sin embargo te dejo unos datos, algo así como un misterio para resolver. La fecha no coincidirá con ningún día en que se haya suicidado otro literato fracasado. Pero será una fecha en la cual, supongo que no por casualidad, un gran músico de jazz grabó un tema formidable, lo mismo hizo ese día un músico de tango y en Francia un poeta publicó un poema fuera de serie. Un poema que todo poeta hubiera querido escribir. Y además, como ves soy generoso, ese mismo día Andre Gide anota algo bastante extraño en su diario. Tenés para divertirte. Y unos nombres te indicarán parte del juego: Herbert Quain, Pierre Menard, Almutásin. ¿Te parece suficiente? Y ahora chau, no te levantes. Allá en el horno nos vamos a encontrar". Me quedé sentado al sol, mientras él caminaba y en la esquina tomaba un ómnibus. ¿Necesito decirle al lector que quedé como obsesionado con todo esto? En realidad no sabía a quién llamar, no me acordaba si quedaban algunos amigos comunes, no sabía dónde vivía, ni pensé que podía estar loco, sobre todo porque me sorprendió su serenidad. Durante días no podía sacarme su imagen de la cabeza. Un martes, por la tarde, me llegaron los libros de Flaubert; el sábado de la misma semana las dos botellas de Old Parr; pasó más de una semana y me llegaron un libro de Hemingway, otro de Mishima, unos cuentos de Jack London, otros de Horacio Quiroga y unos poemas de Alejandra Pizarnik. Además, inesperadamente, a los cuatro o cinco días, un par de discos de Bix Beiderbecke. Buscaba en los diarios la posible necrológica. Pasaron más de dos meses. Un día volví al banco soleado. Llevaba uno de los tomos de Flaubert en la mano. Al rato pasó una mujer, se aproximó y me dijo la dirección prometida. "El ya se fue, ahora le toca a usted mover las piezas. ╔l me dijo que confiaba en que lo haría". No pregunté nada, solamente un gracias. Miré la dirección. No digo que no me sorprendió, pero no demasiado. Y entonces partí hacia allí sabiendo lo que me esperaba.

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