CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías *
Había pasado todo un día sin que pensara en tomar una decisión.
Estarse quieto, allí, en ese camastro, fumando, la vista perdida en el cielorraso agrietado.
Lo había citado después de esa gran pelea en el viejo bar donde habían pasado ratos de verdadera intimidad y comunicación, de placer irrecuperable.
Algo secreto lo llevó a suponer que instalarse en ese ámbito donde más de una vez se sintieron tan bien iba a garantizar un reencuentro como él deseaba.
Con llantos, angustias, mutuas acusaciones, pero después de tanto reproche pensaba él vendría la reconciliación y el deseo. Ese deseo que iría ganándolos hasta poder borrar como por puro milagro tanto dolor.
Pero esta vez no había sucedido así y cada vez que había querido intentar un acercamiento de las posiciones, suavizar, convencerla, inexplicablemente terminaba entorpeciendo todo.
Y el pensó en algún momento que cuando una mujer tomaba la decisión de alejarse resultaba irrevocable hasta el irreflexivo sadismo y que son imposibles los ruegos.
De todos modos de nada le servía haber comprendido desde muy joven que ese ser maravilloso que nos dio todo el placer también nos puede dar todo el dolor y nos puede hacer intolerablemente desdichados.
También había comprendido demasiado tarde lo frágil que es un hombre, lo desvalido que puede sentirse sin que una mujer lo quiera y si en un rapto de machismo o de odio pueda subestimarla, algo siempre surge con toda claridad en el caos de sus reflexiones: que sin una de ellas al lado es imposible vivir. O al menos tiene menos sentido transitar todo el pesar de esta vida que es lo único y tal vez lo más bello que un hombre conozca .
Pretextó no sentirse bien cuando lo llamaron a desayunar. Tampoco bajó a almorzar y cuando sintió los pasos de la encargada de la pensión subiendo las frágiles escaleras ya oscureciendo se le adelantó asomando la cabeza por la ventana y diciéndole que saldría a cenar al centro. De paso evitaba las preguntas indiscretas de la patrona que querría indagar las razones de su actitud tan poco sociable durante todo ese día domingo.
El hombre pensó que tal vez se estaba complicando demasiado con situaciones que en ese momento entraba difusamente en las llamas del pasado. O en las que pronto dejarían un poco de cenizas tibias y luego nada más.
Eso pareció aliviarlo un poco, pero pronto cayó en una depresión mucho más honda porque se vio entrando en la boca de un túnel sin fin.
De todos modos algo perverso empezó a apoderarse de su ánimo y comenzó a retorcerse dentro suyo y cayó en lo que tanto temía. A desearla casi con una desesperación acuciante y urgente, con una sensación de desvalimiento tan grande que no podía sino sentirse el último animal abandonado en el perdido rincón de un desierto, habitado por seres desconocidos que seguirían a su lado o rozándolo apenas en una gestualidad indiferente y hasta le hablarían como cumpliendo un ritual sin sentido, sin comunicarse nunca con su vida, sus necesidades y mucho menos para compartir sus sueños o sus carencias.
Su pequeño drama porque para el mal de la humanidad un problema como el suyo era una nada se hacía insostenible y se ampliaba con una persistencia que lo llevaba a los márgenes de la obsesión.
Cuando salió, el fresco otoñal de la calle lo revivió un poco y al empezar a caminar esas calles desoladas con las sombras de los árboles que le daban una contigüidad a la calle mientras él taconeaba como un autómata, incesante, no percibió la silueta difusa de una mujer que cruzaba a sus espaldas, precedida tal vez de los más oscuros designios.
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