Jueves, 13 de marzo de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
El mapa de la ciudad tiene un contorno irregular: en el oeste, las calles de barro se pierden por los suburbios y los alambrados; en oriente, desde las playas del norte donde antaño los buques zarpaban a la guerra hasta los polvorientos anfiteatros del sur, el río dibuja a voluntad un límite precario, desigual. Es en su interior donde las formas se vuelven severas: calles perpendiculares y manzanas exactas, interrumpidas muy de tanto en tanto por alguna cortada, un bulevar insólito, una tímida diagonal. Cerca de una de las pocas avenidas, en un antiguo café con mesas de billar, aún se juega al ajedrez.
En un rincón, grave y solo, un hombre se demora acomodando una y otra vez las piezas en su tablero. Las otras partidas ya están empezadas pero, a pesar de que sobran jugadores, nadie parece interesado en ocupar ese lugar libre.
¿Cuál de los dos colores prefiere? le pregunto mientras retiro la silla que está frente a la suya.
Me mira entrecerrando los ojos, como si le costara distinguir mis facciones, acaso molesto por la luz del alba que entra por el ventanal.
En rigor nunca puedo decidirme contesta con voz lejana, y más de una vez maldigo el odioso destino de blancas y negras, consumidas en su infinita batalla.
Ciertamente digo, y sé que es demasiado tarde para levantarme pero no me importa. Siento a mis espaldas el murmullo de los demás parroquianos; supongo que me consideran un ingenuo.
Omar llama mi compañero y señala su copa, dos de lo mismo. Disculpe, si a usted no le molesta agrega con sincera cortesía.
En absoluto contesto.
Muevo mis piezas, las blancas, con cuidadosa lentitud porque no soy un gran jugador pero descubro, no sin asombro, que de a poco van encontrando una vía libre hacia el rey enemigo. Mi adversario, la mirada ausente y el gesto sereno, parece más atento a las notas que escribe en unas fichas similares a las que se usan en las bibliotecas.
Jaque mate sentencia cuando no ha pasado mucho tiempo.
Levanto mis cejas en un gesto de sorpresa.
Ha ganado se apura a felicitarme y estira su brazo, no tengo alternativa.
Le estrecho la mano que me ofrece mientras intento que no descubra que ignoro la supuesta secuencia de jugadas que me llevaría a la victoria. Sin consultarme, él acomoda las piezas y yo acepto, en silencio, que ya no me iré, que será una larga jornada. Ahora me tocan las negras. Escucho, en las otras mesas, que los comentarios no cesan.
Y el rito empieza nuevamente anuncia, y por primera vez sonríe.
Como las noches y los días, puntuales, las partidas se suceden y el resultado se repite sin que yo lo busque, prisionero de una mágica trama de la que no puedo librarme, mis piezas gobernadas por el otro jugador que, persistente, inquebrantable, de algún modo señala los caminos que debo recorrer, deja casilleros vacíos que atraen mis movidas lo mismo que la blanca luz que irradia un foco rige el incauto vuelo de los insectos.
Basta protesto después de unas horas. Basta insisto, no es posible que gane siempre. O mejor dicho, no es posible que usted pierda siempre.
El murmullo a mis espaldas se interrumpe. Creo que todos miran a mi compañero de mesa y no sé por qué presiento que ya conocen su respuesta.
Es que sus peones agresores, sus oblicuos alfiles, su encarnizada reina, persiguen sin tregua a mi tenue rey, incapaz de llegar al refugio de su torre homérica montando su ligero caballo proclama, complacido.
Lo miro, aturdido, abrumado por esos adjetivos que retumban en mis oídos desde el fondo del universo. Él se regocija como un niño, sus ojos extraviados se encienden, feliz de haber hallado alguien con quien jugar.
Es que su armada reina, su sesgo alfil, sus peones ladinos han derrumbado la torre directa, la última esperanza de mi rey postrero, que ahora vaga por la tierra, en agonía, buscando un caballo...
Un caballo lo interrumpo, previsible. Mi reino por un caballo.
Él repite la cita en un inglés melodioso y remoto.
¿Terminarán alguna vez nuestras partidas? No tengo escapatoria posible, lo sé, cautivo en ese ámbito de tacos, paños verdes, tizas, tableros y pequeñas piezas de madera, sujeto por la mano de un dios olvidado y menor. No es un sueño, también lo sé, nadie me despertará, aunque quizás consiga fingir un jaque mate para, por fin, inclinar mi rey y volver a casa y escribir el informe de esta semana.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.