CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
En el fondo del patio Orcuzzini tenía un arco de madera todo pintado de blanco con las bases celeste. Estaba allí, inmóvil y totémico, esperando le pateasen. Encima, uno entraba a ese patio y en algún lado, siempre cerca había una pelota para un pie. Una Pulpo de goma, una amarillita de plástico duro, recuerdo, y dos o tres de gajos nuevecitas. La mamá de Orcuzzini siempre nos invitaba a jugar armando sebos distintos, como si fuésemos pescados hambrientos: tarta de manzana, la leche chocolatada servida religiosamente, dibujitos posteriores proyectados en un Cinegraf o el postre lúdico de la Scalectrix. ¿Porque la madre y no él? Porque al Tino, como le decían, le costaba hablar, cursar invitaciones y si no íbamos él no se enganchaba en las correrías de tirar piedras ni cazar gatos y menos aún de jugar a la pelota por ahí, a suerte y verdad de la derrota con el plus de algún ojo morado. El Tino no iba a ninguno de esos lados. "No me dejan", argumentaba por lo bajo royendo una manzana en el recreo. Abría una carterita limpia de la que emergía siempre una manzana verde. "Para mantener sanos los diente", explicaba con lógica sobrenatural. Apoyado modosamente junto al mástil, con su cuchillito plástico y el vasito retráctil para la bebida hoy lo evoco como la postal del buen alumno. Seamos francos: era distinto a nosotros, la madre quería que lo quisiéramos y yo, desde mi estatura filosófica que tanto dolor me traería en el crecimiento, ya presentía aquello: que habría menos Tinos que pibes como nosotros. Que estaban en el mundo de la salvajada y el sudor como una molestia impoluta, algo delicado, igual que si expusiéramos un vitreaux tras el jardín de tiro con gomera. Yo, yo sabía "eso" pero no lo podía explicar. Y también sabía lo "otro": que pertenecía a ambos bandos, que veía todo, que hacía sangrar pero que no pateaba a los caídos y que en el medio de una broma molesta, trataba de observar hondo a los ojos del damnificado a ver si lograba capturar el color de la lástima, el del miedo, el del rechazo. Si lo alcanzaba interrumpía el avance de las tropas aún a riesgo de una sublevación. Cuando somos chicos somos crueles, somos imperfectos como dioses griegos, impunes y sagrados, odiables y vistosos, asquerosos y queribles. Algo me había puesto del bando de los ganadores pero elegía el otro lado, simplemente porque me sobraba fortaleza y ya como antesala de mis probables suicidios, había advertido el mundo erróneo de los despreciados y lo perjudicial que significa estar solamente con los victoriosos. En esto meditaba a veces al volver del gimnasio por la tarde, transpirado bajo el buzo azul, ya con las primeras luces de los almacenes emergiendo, mientras prosperaban sobre los techos de chapa las estrellitas. Melancólico, preparándome para la que vendría en serio. Mientras, pensaba. No me molestaban, me dejaban pensar. Masticaba bromas o juegos pero no sabían el secreto: deducía que el mundo era un sitio sospechoso. También pensaba en Tino y los veía multiplicados o encimados como figuras de cartón a tamaño real. Pensaba en su mamá y su desesperada calma por atraernos a su casa, en el padre ausente de Tino, en la pieza de Tino, tan prolija. Tanto hice que terminé como su escudero, el salvoconducto para evitarle los males, y hasta le otorgué un puesto en la zaga de los partiditos de recreo. Su mamá lo agradecía con obsequios. Me habían alquilado y yo estudiaba la situación: lo monstruoso y lo tierno conviven en una cartografía de infancia. Esa tarde entré tocando el timbre y manoteando la cerradura como siempre. Abierta. Hice dos pasos por una galería cargada de espejos y cuadros, dí voces y un !shhhh !...largo, sonoro me hizo callar. Allí estaba Tino, llamándome a su pieza, con la ropa de su mamá entre los dedos, decidido y a la vez pudoroso, haciéndome seña que cierre con llave antes. Corrí hasta el patio: pateé hasta que me dolieron las piernas. Al arco de madera lo arruiné a pelotazos y logré reducirlo a un montón de astillas. Su mamá llegó de afuera y tuvo que zamarrearme para que no terminara de destrozarle todo el ambiente ficticio de cancha que ella había estado pintando con sus manos. Me dejó en la vereda desorbitada, mientras mencionaba la palabra traición.
Por la misma calle volví a mi casa, triste, vacío, extrañamente apaciguado.
No hablé con Tino ni con nadie del asunto. Eso era el mundo. En esto yo había venido pensando y ahora comprobaba que tenía razón. Bienvenido, me dijo el dolor que te haría abrir los ojos hasta cegarte. ¿Vieron? La Orcuzzini sacó un arquito roto afuera, a la basura, comentaron en mi casa.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux