Miércoles, 14 de diciembre de 2005 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
Vengo por la autopista Duarte: a alguna parte hay que llegar le digo pero ella sonríe, entrecierra los ojos verdes que ella cree grises, se acomoda la falda corta y calla mientras juguetea seriamente con todas las yemas de los dedos que dedo a dedo se enfrentan con el pulgar mientras sonríe de sus ojos verdes entrecerrados y yo le repito entonces que a alguna parte hay que llegar.
Hemos salido recuerdo hace más de cinco horas y como yo no paraba ella me preguntó si no tenía por las dudas dijo yo ganas de hacer pis, de parar junto al camino como aquella noche con el motor encendido, recomendándole mientras meaba contra un árbol de cerezas dulces, rojas y aromáticas, un chorro largo y persistente, con la mano izquierda tomada de una rama alta, que si algo ocurría no dudara en poner la primera y rajar a buena velocidad que total le decía yo esa noche yo tengo en el bolsillo un arma y mientras esto yo decía, además sabía que ella también notaba que yo sentía, de mi bolsillo, con la piel de adelante de la pierna, el volumen frío y sólido del tirabuzón que siempre llevo conmigo.
A lo mejor dijo ella vos querías parar pronto porque algo deberías hacer, detenerte, parar, descansar, sacar los ojos del camino, aflojar las manos del volante, ir al baño, intentar algo más, probar, ensayar y eso dijo capaz que te haría bien.
Me haría de bien, pienso entonces, pero la autopista Duarte recuerdo ahora no parece una autopista porque en su afán de sostener lo plano de la autopista Duarte, muchas curvas resultan en el camino: si uno mira la autopista Duarte no con los ojos pardos que yo ando llevando a todas partes ni con los ojos verdes de ella que se creen grises sino con los ojos esos de la imaginación que permiten ver como si voláramos a mil pies de altura, como si fuéramos a bordo de una Soyuz de cristal, como si miráramos el mundo desde donde ahora debe estar mi tía Nora que era buenísima y se ven, decía, los desniveles, colinas, alturas y depresiones del terreno natural que hay abajo y alrededor de la autopista Duarte y se ve también que la autopista Duarte es el único pedazo material de un plano infinito como el que soñara Hiparco antes de ir a morirse en Alejandría el cual, penetrado muchas veces por el terreno natural, ya sea cultivado de soja transgénica, de maíz híbrido o de trigo candeal es perforado en esas curvas con las que la autopista Duarte limita a la parte penetrada por las chacras, las quintas, las suertes de estancia, los latifundios ilimitados que sin embargo alimentan de granos al mundo a través de ese enorme mar que continúa el plano no euclidiano del que es parte la autopista Duarte.
Decime dirá ella más tarde cuando ya rojizo sea el horizonte ¿a vos no te parece que yo debería dejar esas horas en la Universidad Maimónides? Sin embargo yo ahora no pienso en lo que podría contestarle después, no pienso en los beneficios que deja la cátedra de la Universidad Maimónides, no imagino los riesgos de abandonar la cátedra Universidad Maimónides, no imagino qué es lo que ella haría con el tiempo que en estos días dedica a su cátedra Maimónides: ni siquiera puedo pensar en el propio Maimónides porque guío mi automóvil blanco brillante fulgurante en la tarde luminosa por las curvas con que la autopista Duarte señala esas fosas del enorme plano visto desde la Soyuz de cristal penetradas por la madre tierra y habitadas, a veces, por un campesino pobre vestido con overall y sombrero pajizo, un rastrillo, un espantajo de campesino pobre que todas las veces que se repita, hoy, ayer, mañana, otros días que no han venido y quien sabe si vendrán, mientras yo siga guiando este u otro automóvil brillante, saludaré como hago ahora con un dedo índice que no apunta a ninguna parte pero parece, visto desde la Universidad Maimónides, dar una pequeña bendición de lo cotidiano, no con grandes bienes, dones, sanidad y alegría sino con una pequeña promesa de que en los próximos segundos no sucederán grandes desgracias, desastres ni padecimientos y así es que lo saludo al campesino cuando pasa a mi lado en los campos que bordea la autopista Duarte y el campesino una vez como en la primavera del 73 te saluda con una sonrisa decente, o en una de esas te hace un gesto con el sombrero o quien sabe te cabecea sincrónicamente la mano en una especie de danza espectral que para aquellos que hicieron la Universidad Maimónides, tal vez resulte caprichosa pero para los que tripulamos esta Soyuz de cristal no es más que un paso leve, sonriente, armonioso, en ese enorme baile que bailamos la gente, acá, en la autopista Duarte.
"Recojamos hongos" dirá ella sonriente cuando lleguemos a la parte más honda del corazón mismo del secano; tal vez no hoy pero un día que haya llovido dirá sonriente y pasado un día del sol al otro día habrá asegura enfática hongos de pino, hongos de coco, hongos del valle y despues de recogerlos agrega podremos ver de, en la noche, realizar un guiso, con papas, fideosmoños, sopa de letras y un toque mudo de curcuma vede para aliviar al espíritu de esas sordas atrocidades que se te ocurren cada vez que voy de visita al templo Maimónides y yo pensaré de ella que es en verdad una verdadera pitonisa, de las más grandes, de las más importantes, una especie entre las especies de adivina, de diosa de cabotaje, de alegría de sonreír que cuando sobreviene la tormenta pensaré sabe reír por encima del trueno, sonreír bajo la lluvia, sonreír frente al viento y si yo a veces me quedo consternado, no es tanto porque no la entienda, me resulte algo más compleja y trastocada que las mujeres comunes sino que sólo estoy esperando el momento de la lluvia, del viento, de su sonrisa, de su alijar los pesares que hace de mi vida un deambular, una continua búsqueda, un guiar mi automóvil blanco por la autopista Duarte, un procurar guiarla a ella, en el automóvil, en franca dirección a nuestro propio destino.
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