Sábado, 7 de junio de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo *
Los perros de mi calle son muy animosos. El buen humor les permite superar cualquier complicación, como huir de la perrera o sobreponerse en el día de las patadas que les propinan los vecinos que no los soportan. Por haber nacido en las calles, han desarrollado las astucias propias de los desposeídos. Si un coche los atropella, ellos cojean; si tienen hambre piden comida y si enferman de moquillo, mueren sin darle al asunto mayores vueltas.
Su aspecto es exótico: pelaje oxidado, orejas oblicuas y hocico indefinido: ni demasiado prominente, ni demasiado chato. Así como Mickey Rourke erotizó a las mujeres de los '90 con su aspecto callejero, los perros de mi calle tienen un encanto especial para las hembras. Los dueños deben cuidar que no se les escapen las glamorosas mascotas, porque ellas inmediatamente corren a buscarlos, a olerlos, a hacerse pasar la lengua.
No es un exceso autorreferencial, sino la observación exhaustiva del fenómeno, la que me lleva a sostener que, a la dicha conyugal, estos perros la han conseguido en segundas nupcias. Se les nota en la cara. Duermen junto a sus compañeras como si un ángel les sostuviera el alma. Ladran animosos durante el día y patrullan la cuadra como leones, por las noches. Tienen el vigor propio de los felices.
Mis perros andan desnudos en invierno y en verano. Entierran sus huesos en mi jardín, duermen sobre mis plantas y me agasajan con meneos de rabo cuando llego o me voy de casa. Ellos no son quejosos. No protestan por la falta de agua en los charcos; no se amargan si los perros vecinos pasean en coche ni envidian que se recorten el bigote y se laven los dientes. Entre ellos, Fogwill podría distinguir a los que quieren ladrar como los perros de Aira, y a los que se niegan a imitarlos. Al viejo le gustaría estar sentado junto a mi ventana, viéndolos retozar y oyéndolos discutir, porque mis perros tienen un natural sentido del humor y de la decencia.
Una de las hembras de la cuadra, la más llamativa y celosamente cuidada por sus dueños, esta mañana ha venido a mi jardín a disfrutar del olfato procaz del perro negro. La perra, saltarina y nerviosa, no se quedaba quieta. Daba coletazos histéricos. Luego, correteaba con los ojos saltones y la boca entreabierta. Siguió corriendo durante mucho tiempo. No parecía cansarse. Hasta que en un momento el perro negro la interceptó con la prestancia propia de los que han nacido de los lobos. Resueltamente la husmeó y le dio pequeños latigazos con la lengua. Los otros perros los rodearon y les hicieron coro. Todos los machos esperaban su turno para poseerla. La hembra jugaba a una fingida resistencia. Yo la conozco bien. Aunque lleve collar y ostente abolengo, es una perra cualquiera. Es capaz de soñarse lamida por el labrador de Enrique Iglesias.
El perro dio algunas vueltas a su alrededor con el fin de hacerse desear, hasta que fuera ella quien le aullara con urgencia. La hembra, primeriza pero intuitiva, se ubicó en la mejor pose que haya inventado la madre naturaleza. Entonces el negro la montó frente al blanquísimo de ojos amarillos, frente al oscurísimo de pecho dorado y frente al fortísimo mestizo de ovejero, que dejó preñadas a varias perras. Disfrutaba ser mirado por sus amigos, que esperaban ansiosos por clavarle el colmillo a la vaporosa presa.
El negro parecía un dios siberiano, brillante y poderoso. Con destreza animal desplegaba tan admirable vigor, que hasta a la virtuosa vecina de enfrente, viuda desde hace más de una década, le habrían hecho temblar piernas.
En un instante, la hembra dejó escapar un alarido cuando la flecha negra encontró la jugosa herida abierta. Ante el aullido, el negro se detuvo como un experimentado semental y otra vez la embistió con más ímpetu para que la hembra, la viuda y los amigos se le derritieran.
Los dueños llegaron advertidos por algún vecino preocupado por la conservación de las razas puras y de la sangre sin mezcla. La mujer, asqueada por el frenesí desaforado de su precoz cachorra y de las horribles bestias, gritaba, maldecía y trataba de separarlos, ignorando las enseñanzas que hemos recibido todas las mujeres buenas: nunca hay que hacerlo por atrás, porque al igual de lo que ocurre con los perros, los genitales, se sueldan.
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