Miércoles, 11 de junio de 2008 | Hoy
Por Jorge Isaías
¿Por qué se me viene a la memoria aquel recuerdo remoto?
Es un viejecito que blasfema adentrándose en un chiquero con un canasto lleno de mazorcas que va sembrando en ese desorden de topetazos y chillidos agudos.
¿Cómo se sostiene este recuerdo remotísimo?
También hay otros, tal vez no tan nítidos porque suelen ser muchos que se han superpuesto y forman uno en el caudal obsesivo y engañoso de la memoria. Un alba de los primeros días del mundo, un caballo que salta un alambrado para siempre y el mismo viejecito que insulta en su dialecto italiano con una ira donde se presume toda la impotencia de la tierra. Hay otras secuencias que veo más nítidas, como en una película: yo que lo sigo a todas partes con no más de cinco años y él que finge retarme y yo sé que es un juego. Hasta levanta una mano, en claro ademán de pegarme, lo cual me deja impertérrito ¿Qué seguridad tengo de que no me hará daño? No me asusta, si hasta lo miro sonriente. Nunca sabré por qué, con tan pocos años sabía con una certeza que vencía toda intuición que eran meros juegos inocentes e inocuos, como si ese viejo inmigrante sólo se entretenía con ese niño que bien podía ser un nieto suyo. Uno de los que no conoció porque huido del fascismo nunca regresó a su tierra.
Era de Lombardía me supo decir mi padre.
Sé que nunca hablaba de su familia, hasta que el mucho alcohol lo venciera desde las tripas al alma.
Lo traté casi hasta la adolescencia donde los mayores son objetos de los cuales uno se debe ir despidiendo.
Cuando murió, es probable que yo ya no viviera en el pueblo, y lo cierto es que ya casi no queda gente que lo recuerde, salvo unos pocos que como yo lo conocieron siendo muy niños, pongo por caso a la esposa del Toto Míguez, Chiche Bianco, que lo conoció en el boliche de don Marcos, su tío.
De todos modos, cada vez me convenzo más de que la memoria se hace con retazos y que muchas veces esos retazos se construyen.
El encuentro que tuve hace dos meses con "Chajá" Correa, luego de cuarenta y cinco años sin vernos, se me hizo revelador que las anécdotas y la memoria de cada uno corre por su exclusiva cuenta y no siempre (o casi nunca) coinciden. Con "Chajá" compartimos toda la primaria y las travesuras ya que éramos vecinos, pero hoy no coincidimos en el recuerdo de las anécdotas infantiles.
Si yo raspo con cuidado aquellos rincones que persisten como ladrillos débiles, digo, si los raspo con una cuchara van cayendo lentamente otros recuerdos. El de don Miguel Balagué, por ejemplo. Que fabricaba unos helados riquísimos, y tenía una chata fletera, de esas chatas de cuatro ruedas tirada por un caballo flaco, con un asiento de arado atornillado en el piso, ese largo piso de listones de madera, que hacían un ruido infernal cuando las ruedas de hierro saltaban sobre la calle de tierra despareja.
Arrimaba esa chata precaria al andén de la estación de trenes, media hora antes de la llegada. Don Miguel era español. No recuerdo de dónde, pero pudo ser catalán, no sé, tendría que preguntarle a Haydée, que sabe todas las filiaciones de las familias del pueblo.
Lo cierto es que para don Miguel, todos, absolutamente todos, los chicos del pueblo se llamaban sin excepción: Miguelito.
Tal la anécdota que me refiere mi amigo Roberto Vega.
Cuando la Cooperativa Agrícola Federal organizaba esos llamados campeonatos de Baby Fútbol, en las noches veraniegas, él, mi amigo Roberto iba con su carrito heladero tirado por un caballo a vender los ricos helados "Balagué" en las orillas de la canchita. Cuando Roberto jugaba lo reemplazaba el propio don Miguel y se entusiasmaba tanto con su pequeño empleado que lo alentaba a los gritos de:
Arriba, Miguelito, ataja Miguelito, vamos Miguelito
Porque la ocupación esencial de mi amigo Roberto Omar Vega era ésa, la de ser un arquero con todas las letras y en toda la ley como eran las cosas de antes.
Roberto Omar fue, literalmente, mi primer amigo, ya que vivía en la casa de su abuelo, frente a la mía. Ellos no eran sino los míticos viejitos Pichichello, a saber: Doña María y don Angel, dos viejitos italianos que eran como el corazón del Barrio Jazmín.
Sin embargo, la figura flaca de don Miguel, con su gorrita de género, con visera de cuero, la pipa que llevaba colgada de un solo diente superior, el único que le quedaba, justo para la pipa, repetía, para qué más, se me presenta, cruzando en la memoria, esas adormiladas siestas perdidas para siempre con una soga en la mano, internándose en el terreno del ferrocarril, frente a su casa, que usaba como potrero para ese caballejo triste que tiraba de la chata en sus tareas fleteras y por las tardes el carrito heladero que sostenía, todo el verano en su toldito mezquino y amarillo. Y allí sí, mi amigo Roberto Vega, implacable en mi memoria con su pantaloncito y su camisita blanca como compete a un auténtico heladero.
Para helados Balagué, es decir para don Miguel, y para doña Emilia, su esposa, trabajaron otros amigos: Valentín Prámparo, Alberto Nocino, "Chelita", pero a mí siempre me viene a la memoria la figura de un mi amigo y vecino Roberto, porque en los veranos flamígeros de mi pueblo, mitigaba mi desdicha con el hielo que rodeaba esos cilindros de helados en tapitas que yo casi nunca podía comprar, por falta de monedas y que él, siempre se ingeniaba para compartir conmigo, uno el más pequeño el de cincuenta centavos, que partía en mitades exacta par cada uno.
Mientras escribo estas palabras sostengo, o trato de sostener, el recuerdo de aquellos veranos, idos para siempre, como si hubieran sido invenciones de mi imaginación y que directamente no habrían existido nunca como tampoco aquella niñez tan pobre y tal vez muy feliz que se ha muerto para siempre.
Y que yo trato de construir como puedo, en la inequidad y la demencia de estos tiempos.
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