CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Ya estaba ahí la nochecita dominguera insinuada en el arrebol turbio, ese deceso tras las casillas que se venía viniendo desde dentro del otoño mismo y que de pronto se deshizo en un desbarajuste de reflejos hasta que el sol se tropezó detrás de los techos de chapa. Elio había tirado la pelota por arriba y caído seguramente en el corazón de la barriada pobre, la que imaginábamos con lanzas y fuego en el centro. Hijos de italianos, gallegos, nuestras voces familiares nos alertaron por siglos, desde la cuna, sobre la "negrada" a la que era prudente temerles, alejándose de ellos, y de ser posible, encarcelarlos. Inmigrantes con ratones en la valijas nunca reconocieron su negrura de hambre y cerrazón: en cuanto se armaron una casita de material ya se creyeron distintos porque tenían bicicleta, trabajo y una huerta. Los indios estaban ahí nomás, con sus caballos reventones, sus alaridos nocturnos, el voto peronista, sus fiestas patrias sin patria. Aquello nos daban en la mesa familiar. Y a eso le temíamos, de ahí que Elio estaba congelado en medio de una oscuridad que se venía como torrente: entrar a buscar la pelota era morir; ser degollado, culeado, devorado por los monstruos. Sabíamos de su pavor y ladeábamos el nuestro. !Dale, puto!, le gritó uno saltando el zanjón. Resultaste un cagón de mierda, le recalcó. !Andá vos, ¡¿eh?! Le chillé desafiándolo. Era el mayor, tenía como trece y según los códigos debía dar el ejemplo. Yo no la tiré, así que no voy, afirmó. Elio dio una patadita a un terrón de cemento que cayó en el agua donde ya cantaban las ranas. Tenía otra en su casa y la ofertó. Fueron implacables. No es lo mismo, ésta estaba nueva y la compramos entre todos, contestó uno enfilando hacia el puentecito como para irse. Era un cuadro medieval: cuatro pibes, en un claro del bosque, con la luna llena creciendo y la inminente llegada de los lobos. Aullé, para dar más miedo. Me quitaba así el mío. Callate, boludo, susurró Elio a quien el sonido le habría traído a lo profundo de sus genes verticales horrores nocturnos. Dicen que a esta hora se morfan a los blanquitos como vos, terminé. No, les clavan fierros calientes en los ojos. Les rompen el orto. Los tiran al pozo ciego del fondo. Al cementerio. Al basural. Voces, voces de descendientes de la Europa carnicera que habían venido a asesinar a los dueños de esta misma tierra que pisábamos, voces lastimeras, miedosas y burlonas. Elio dio un avance hacia su casa, ahí cerca, y tan lejos sin embargo. Un empujón lo frenó. Andá, cagón, conchita, le increpó el de trece. Andá que sino te fajo yo. ¿A ver?, se agrandó Elio. Se oyó el chasquido de una palmada en su cara. Así es como se hace con los maricones, retumbó en la semipenumbra. Yo metí un pie en la zanja y lo saqué congelado, pero no dije nada. Todos empezábamos a tener frío, luego del partido estaba descendiendo una escarcha nocturna y era costumbre no llevarse campera alguna. Un gordito que estaba con nosotros, un anónimo que nadie sabe de que jugaba y tenía una vocecita nublada por la tartamudez enfiló para el caserío. Tete te la la traitraigo, Elio, yoyovoyvoy. Alcanzamos a ver su silueta de corcho con la camisetita de Peñarol que le cubría la panza apenas, decidida a entrar cuando algo maravilloso ocurrió: a la luz de los focos amarillos cercanos y las estrellas primeras vimos volver la pelota donde estábamos dando vueltas por el aire. Nos miramos con un resto, ya ni nos veíamos. Uno la agarró como a un pajarito, la sopesó y estúpidamente aclaró que era la misma. Como si allá dentro ocurrieran cosas horrendamente prodigiosas y en vez de la pelota nos hubieran devuelto un ladrillo, un cerdo muerto o la mismísima luna. No nos fuimos, huimos en realidad, haciendo que regresábamos. Por las dudas hablábamos en voz baja. Recién paramos al llegar a la avenida. Nadie lo decía pero veníamos caminando como a la carrera. El de trece le pidió disculpas a Elio por el bife. Elio las aceptó. El gordito saludó pero nadie le devolvió el chau por envidia. Y yo me salté el cantero hacia mi casa. Luego, de grande, en tantas noches de corridas donde hube de refugiarme en esas casas recordé el asunto, la pelota regresando, plateada en la noche, como un puente entre las civilizaciones: la aritmética que divide o resta para que de ambos lados siempre nos quedemos sin jugar.
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