CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
La Estación que nos corresponde se anuncia con un letrero, y porque sé leerlo, el tren obedece al ardor de mis gesticulaciones, "Palacios, Palacios, aquí" y se detiene, Palacios, aquí.
"Hemos llegado".
"Pan y sal".
Se desinflan nuestros pulmones, arribados, mientras manoteamos enseres y olvidamos alguna bagatela suelta.
Pero se trata apenas de un nombre cavado en el aire del atardecer, no de un lugar. Ponemos pie y buscamos afirmarnos en él, aire.
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Bajamos al nombre. Al hato de tablas mal atadas, piso de tierra, colado en todas las direcciones por el cartel "Estación Palacios".
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"Llegará la comitiva de la Colonizadora. Cuando amanezca. Con la luz".
Se ha firmado y sellado un documento en los Sunchales y ese contrato alumbrará, en carne y materia, baqueanos, arados y herramientas, enseres y mercaderías, terrenos y animales. Al amanecer.
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Alborea una y otra y cincuenta veces. Nadie aparece.
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Cada mañana, al despertar, ajustamos por una hendija de los párpados el vaciamiento de nuestro contingente. Se nos avisa si a tiro de mano se hallan los mismos cuerpos que dormían anoche a nuestro costado y quiénes faltan.
Disimulo el hueco que reemplaza a los huidos Bleger. Tiro encima mi manta, salgo a recoger agua para calentar un té; Magdalena calibra de una ojeada la nueva pérdida y arrea a su familia fuera del galpón; uno de sus niños se vuelve y llama a su amigo, "León", Bleger, desaparecido.
"¿Por qué se van?", musita Clara quitándose los agujeros con que envuelve sus pies.
"¿Por qué nos quedamos?" replico. Colmo el jarro con el agua que corre por la cuneta. Clara sumerge allí sus pies, se lava.
El encogimiento colectivo nos enmudece. Las partidas no se comentan. Ayer los Katz. Mañana puede ser mi amiga. Yo misma. Tampoco nos atrevemos a descalificarlas como deserciones.
Coloco el jarro al sol, para que el agua se entibie. Hoy no tenemos con qué encender lumbre. Descuidamos el uso de los fósforos, y carecemos de yesca, de las artes rurales del encendido.
No mantuvimos el fuego. La culpa se discute a gritos.
Pero, que la gente se desgrana, se marcha, huye, nos abandona, eso lo acallamos.
Como despedida los Bléger han escrito un papelito que explica sus razones: "Nos vamos porque estamos locos". "Locos", redundan.
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Lo recojo. Lo escondo. Ya el resto del grupo ha tenido tiempo de leerlo y fingir olvidarlo.
En clandestinidad, David y yo coleccionamos los mensajes que se acumulan y coinciden: "hemos enloquecido"; los ocultamos entre nuestros libros.
Amputaciones. Shh.
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Los hijos ya no tragan ni una ocasional galleta. "Vuela", mide Clara las sienes de Guillermito, y son sesenta cabezas con fiebre, "la peste", se aterra Clara, y las madres repiten "peste" y deberemos aprender cómo se habla en esta tierra para saber, luego, que se dice "cólera" y miraremos el techo encalado del galpón, sucio del polvo liviano de la llanura, un polvo que a lo mejor también se aleje, tan leve, y acabe abandonándonos como el doctor Palacios nos dejó sin banda, bienvenida, cicerone y herramientas, y contamos y recontamos: sesenta pares de botines alineados contra la pared, que ya no usan los hijos con peste. Sesenta pares.
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David relee mis crónicas. No busca erratas o faltas de ortografía, sino desvíos, contradicciones.
Coteja las reseñas con la realidad que atestiguo. Corrobora que vivir en este galpón, sin arribar a lado alguno, no son alucinaciones sino datos que el mundo pone de cuerpo y movimiento en lo que se llaman nuestros días en Estación Palacios.
No estás encerrada en el manicomio, certifica. Pero se cuida de agregar "quedate tranquila".
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Nuestros hijos mueren.
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Quizá debido al frío o la llovizna, no se ven nativos de paso. Pero éste brota del vacío y cabalga a lo largo de las vías.
Hay que pedirle que procure ayuda.
¿Dónde anda Teresa? ¿dónde, la que nacida aquí, oficia de traductora?
En el monte buscando huevos.
Retenemos al hombre, asimos su caballo de las crines, le explicamos nuestras penurias, lloramos.
El paisano escucha hasta que decide que no soporta continuar no entendiendo nuestros lamentos. Murmura palabras ininteligibles, sigue su camino; va distribuyendo sus pobres cosas en nuestras manos.
"Jesucristo", dirá Teresa persignándose cuando interprete que ha habido la multiplicación de los panes.
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Deambulamos entre las vías, revolvemos yuyos revisando con qué, dónde, dónde. Elías alza un tacho de kerosene vacío, David se ase a un cajón que habrá traído bulones y tuercas. Nos disputamos envases y cajas.
Recién ahora se entiende qué custodiaba Felipe.
Un féretro.
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(Me abrazo a mi bidón para tener un lugar donde ponerlo cuando haya que poner dentro al hijo; Eva ya no me pregunta "Felipe ¿y esa lata?" no pregunta por qué me prendo a ella, solamente prepara té con agua de cuneta e implora en ruso a vagones cargados de animales que pasan de largo, sin entenderla, "peste" y cuando hay que meterlo al hijo en la lata, lo meto, enciendo el candelabro y pongo al hijo en su tumba; entierro mi brazo a su lado y lo cubro de suelo.
Dejo mi brazo sepultado; no lo saco. Aprieta la mano de mi hijo).
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En el espejo plegadizo de tres cuerpos que su propietaria, Lucía Llull desembala, desplegando las lunas, en el que se ausculta, flaca, en el espejo plegadizo de tres cuerpos que coloca, definitivo, donde decide que este lugar, en el que una parte de sí yace bajo tierra, éste, es su lugar.
El punto final de algo.
Palacios, Santa Fe, Argentina.
*Fragmentos de la novela inédita "El barco".
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