Sábado, 5 de julio de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo *
I.
Antes yo había conocido otra palabra. Con un aguijón venenoso me acechaba. Sus perros salvajes no me dejaban salir. Yo creía en el temor de su horrible aspecto. En sus labios babosos de hastío.
Esa palabra también era una casa con un estrecho pasillo por donde iba y venía mi halconero con su verdadera vida de escorpión. De ella, no se podía salir ni con la muerte.
Pero yo ya no encontraba esmeros para seguir siendo un parásito de mi espanto. Di un portazo y me fui para ser la culpable de mi pequeña hazaña.
II.
Para bajar al pozo donde duermo con la luna,
bebo una botella de ron.
Mi luna es el principio de todas las cosas.
En ella dibujo mi huella
sin destino.
III.
La escritura recoge el último eco de la voz de dios. Antes de morir, dios saluda con su mano purísima y se esconde tras una presencia montañosa.
Muerto él aparece la escritura.
El mundo, repentinamente estremecido, agradece que haya perecido el eterno. Sólo se escucha el sonido de las alas de ese ángel sagrado y molesto, que se retira a gobernar en su verdadero reino, hecho a su imagen y nuestra desemejanza.
IV.
No, no, no, esta palabra mágica, no es un juramento ni un conjuro.
Tampoco es demasiado clara.
Intento hablar de ella y balbuceo torpemente.
Escribo torpemente.
Ese pájaro que es palabra, ha construido en mí, su severa casa.
V.
El demonio baja a contar su versión de los hechos. Lanza una melancólica destrucción que no significa remordimiento. Liberado de pisar la mórbida superficie del paraíso, viene a sacudir sus huesos calientes. Sus pies de toro no son insensibles al beso.
VI.
Ella desempeña con destreza las tareas imposibles.
Desempolva los sueños no soñados,
escribe,
queda ciega, ayuda a los pájaros a sostener las alas del espanto,
hace visible al hombre invisible.
Ella no es aquella decapitada boba que sueña con un collar de suspiros pero es hábil para morir al caer del segundo escalón de una escalera imaginaria.
Ella no resuelve ninguna historia, va haciendo su propia insuficiencia y reina en un territorio de ideas remontísimas.
VII.
Toda esta construcción, estos muros, estos edificios, estos palomares, estas poemas, estos mosaicos, están sostenidos por el invencible cimiento de la vacilación.
VIII.
No está muerta. Ella, aquí, no está muerta. Está alargada, estirada, suspirada largamente. No está muerta aunque tenga hábitos de fantasma. No es un cadáver con sombrero ni una imperceptible huella de araña. Tampoco es algo nuevo, no rutilan sus pupilas como noticia de último momento. Ella juega con el abecedario de la noche y se sumerge en sus olas de polvo fino. Pájaros de enero se le enredan en el pelo. Ella es hermosísima aunque le falte un seno.
La vida, es verdad, está llena de cosas. La vida es suficiente en sí misma, para sí misma. Es la gloria de todos los vivientes. Pero ella es otra cosa. Ella pasa dentro de mí, no es mía sino que pasa dentro de mí y se marcha, alargada, estirada. Ella se hace y se deshace en mi cuerpo mientras escribo suspiradamente...
IX.
Una sola palabra suscita diez mil pensamientos y de ellos nacen diez mil constelaciones. Alguien puede hacerse añicos pero, ¿quién quisiera detenerlos? ¿Quién?
X.
La ansiedad que me posee no viene de necesidades nítidas sino de alguna cima en busca de montaña. De las colinas giratorias del sosiego, de las zapas de la virtud, de los latidos de un corazón pequeño y malhechor,
a veces mío.
La ansiedad que me posee viene de un amo que lame las patas de su perro. De un nombre que busca un labio, una voz, un sentido. De una duda omnipotente, abominable. Viene de las entrañas del mundo. De un antiguo parentesco con los lobos. De la pavorosa visibilidad de los objetos. De un campo de lavandas que jamás he visto y me persigue con sus garras, su rugido violeta, su desolación.
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