Sábado, 30 de agosto de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo *
I
No te asustes de mi alma y de mi cuerpo, han nacido para estallar con sólo imaginarte.
Ese hombre, que se llama tormenta ha trabajado bien unas figuras de gran belleza en un cuarto apenas iluminado por sus ojos fosforescentes. Hubo una agitación de muchedumbre, como si un solo hombre fuera todos los hombres y su rostro de oro disipara las sombras.
Y esos gritos de sorpresa, eran míos. Esa música de pífanos era mi alma. Los brazos abiertos se me rompían y el color de la noche se transformaba en colores nuevos. El resto de la oscuridad respondía a una sola motivación encendida.
Ese hombre que se llama mare mágnum, se parece a la cresta de la ola en el instante en que se rompe hasta que el mar se queda vacío.
Con su varita mágica llena de pájaros el cielo. Llena de charcos la almohada. Llena de sabores el silencio. Aquí o allá, queda un cuerpo perforado por un puñal de perversa hermosura.
II
Una mujer elige a los dioses que no hablan.
Esta mujer con memoria duerme sin pieles y sin velos. Todo se mezcla en su noche. Hombres amarillos moviendo su sexo de maíz. Mujeres de arena que se hacen y deshacen en sus ansias. Niñas que juegan a reflejar la oscuridad en los espejos. Borbotones blancuzcos de adolescentes en celo. La noche es un mar donde el sueño arroja su botella.
III
Con tu cuerpo prisionero del aire, la ansiedad se abisma.
Yo no tengo problemas. Escribo para decir lo que no se dice y para no decir lo que siempre se dice. Calzo los zapatos de otra mujer. Entro y salgo de mi piel, penetro en muchas clases de agujeros. Pero a mí, lo que me sorprende es poder resistir con la cara entre tus piernas hasta el amanecer sin verme obligada a dormir a las dos de la mañana. No me canso de ser tan feliz.
IV
Cómo huyen los hombres y los pájaros, dejando tras de sí el vapor levísimo de sus cuerpos tibios.
Una mujer cae y otra la reemplaza. Es hora de abrir el libro razonable. Cuando una mujer cae nadie más la empuja. Cae por propio peso. Cae como una cinta de raso suave y no hay más posibilidad que un desvanecimiento. La mujer que cae no sembrará de muerte el mundo. No lavará la noche con sus lágrimas negras. Pero podrá contar los instantes por venir como si fueran granos que esperan ser sembrados.
V
Cubro con mi enagua los pies fríos de la noche.
Yo nunca descuido mi territorio, pero es como si lo descuidase. Los deseos férvidos devuelven una realidad que no quisiera ser pensada.
Me pregunto por qué estoy aquí si ya no es hora de que esté aquí. Me pregunto si esta monotonía de permanecer como un ave vieja que se suelda al nido es bueno para alguien más que mi pereza. Me pregunto cuál de los dos dirá primero la palabra que nos salve. Me pregunto si vale más el microondas que mi alma.
VI
¿Qué ve el pájaro que irradia su luz sobre los caminos?
La noche llega con una llama en cada dedo y él no dice las palabras de la abulia. La ciudad se consume en su descanso y él viene hacia a mí como si yo fuera la hija del sueño que insiste en soñar. Viene con sus bríos de caballo, con el galope furioso y la metralla que revienta en mi pecho. Con su solo aliento respira todo el bosque. Con su sola lengua se bebe el río. La luna lleva una rosa entre los dientes mientras ampara al pájaro que huye de su nido. De rodillas, el rey pone sus labios sobre un ardor que palpita. Lo que él cree que está vivo está vivo, y lo que sabe que está muerto está muerto.
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