CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Un viaje postergado, pero ya planificado hacía tiempo nos subió a esos polvorientos campos al que nos conectó el sinuoso Camino del Diablo, de triste y lejanísima fama en mi flaca memoria. En verdad no sólo en la memoria está el Camino del Diablo, sino que sigue bien presente ya que no es sino la prolongación de mi calle. Con sólo cruzar la ruta se termina la calle Avellaneda y se resuelve en camino difícil que le dio fama desde siempre. Es decir que apenas pasamos la casa del Cuca Lencioni ya el resto es sólo campo. Chacras abandonadas hasta donde el propio Camino del Diablo termina, a saber en la capillita de don José Cinell. Allí lo cruza otro camino que se conoce como "el de Ramón Camiscia" ya que es el primer campo que aparece pero una parte lleva a "La Terrassón", es decir al oeste, y la otra hacia el desvío de "La Chispa" que es el que tomamos para ir hasta ese pueblito perdido de 400 habitantes.
Transitamos más de 30 kilómetros de rigurosa tierra, casi guadales a veces, cruzando verdes y alambrados a los costados.
-Allá está la laguna de Iturralde, confió mi hermano.
Esa laguna o bañado tiene la memoria mítica de mi infancia, ya que tuvo su nombre de un administrador o dueño de un campo de la zona.
Según mi hermano escuchó de boca de Toto Míguez que en las incursiones de pesca que realiza con Carlos Sánchez encontraron algunas puntas de flechas indígenas y mi padre encontró una bola de piedra rosada con una canaleta donde irían los tientos de una temible "boleadora" ranquel.
La estoy mirando ahora ya que la uso de pisapapel y descansa hace 20 años en mi escritorio.
"La Chispa" está rodeada de grandes estancias y tiene la impronta de los polvorientos pueblos de llanura. Tiene una estación de trenes, con las vías muertas, vías que salvo un tren carguero jamás nadie molesta a los pájaros que van a comer el pastito que crece entre los rieles.
Pese a tener casi todas sus calles asfaltadas, esa sensación de abandono o de calle polvorienta y de siesta tranquila no se le borra. Y tiene un camino asfaltado que conecta el pueblo con Murphy, sobre la ruta nacional número 33.
Dimos una vuelta sin bajarnos del coche y tomando un largo camino de tierra en busca de San Francisco, que por ser mínimo se lo conoce en la zona como "San Francisquito". Viajamos un largo rato por ese camino que de a tramos se mostraba guadaloso, inseguro y en su cruce nos extraviamos. Llegamos a una estación de trenes, con su edificio a la inglesa, impecable, que rodeaban unos inmensos silos solitarios. En un recodo, antes de llegar, hay una casa. Una sola, solitaria, deshabitada. ¿Quién vivió aquí? ¿Cuánto hace que ya no vive nadie?
En la estación de Ferrocarril un cartel exhibe el nombre del lugar: "El Cantor". En los mapas provinciales figura como "paraje". Ninguno de nosotros sabía que existía pese a habernos criado a 50 kilómetros de allí.
Cuando nos descubrimos extraviados, volvimos. La Providencia estaba con nosotros y dimos con un hombre mayor, que estaba parado insólitamente sobre las vías. Cuando empezábamos a preocuparnos por esa extrañeza vimos que en el camino lo esperaba una chata.
Cuando le pedimos información nos indicó que volviéramos sobre nuestros pasos y tomáramos el sentido contrario al camino de donde veníamos.
En menos de media hora entrábamos a ese pequeño pueblito donde moran menos de 200 habitantes (cien más en los campos, luego nos precisaron) y fue como entrar en el maravilloso túnel del tiempo.
Unas pocas calles, una iglesia antigua, pintada de amarillo, con su hermosa torre, su plaza que estaba poblada de adolescentes con un equipo de música, escuchando cumbias en un tono más bien alto, que iba quebrando el silencio de la tarde como un vidrio que se fuera cayendo a pedazos.
Las calles, incluso las pocas asfaltadas que tiene, son o dan la impresión de ser grandes callejones donde alguna vez la lluvia ha corrido descalza y libre por allí.
Las casas, sin carecer de belleza, son muy antiguas, como si un verdín antiguo se hubiera aposentado en ellas y esa sensación de abandono no la mitigaran ni las numerosas bandadas de gorriones que levantaban vuelo a nuestro paso y luego volvían a pescar esos breves granitos de cereal para empujar en su buches hambrientos.
Frente a la plaza que ostenta unos centenarios palos borrachos, cedros, paraísos y algunos pinos señoriales, hay un raro edificio que -nos dijeron luego- perteneció a la compañía de colonización. Tiene toda la traza de haber sido o haber pretendido ser algún edificio público en otra época. Presunción que no pudimos corroborar a ciencia cierta. Yo, al menos, me quedé con las ganas.
Entramos a un salón largo, en una esquina cuya ochava daba a la plaza, que supusimos un bar y a su modo lo era. Los muebles eran viejos, un televisor antiguo, una pareja mayor, muy atenta como es la gente en los pequeños pueblos, nos atendió solícita.
Cuando dijimos de dónde veníamos, se presentó como el tío de la esposa de Aldo Pepino, oriundo de allí, pero habitante del barrio El Jazmín. Era un hombre que sabía mucho de caballos, un eximio jinete que ganaba todas las carreras de entonces. Mas mañas que criollo viejo, tenía el hombre.
Su hijo mayor, Oscar, se crió con mi hermano. Hasta hicieron toda la primaria y la secundaria juntos. Vivían, recuerdo, en la casa que fue de don Manolo Gómez, vecino del inefable "Cholo" Belluschi.
De San Francisquito no nos decidíamos si seguir a Venado Tuerto o ir hacia el oeste y visitar Caferatta. Al final se decidió este camino porque era más corto y yo, feliz, porque quería echar un vistazo a ese pueblito que visité como hincha de Huracán y luego defendiendo sus colores.
En pocos minutos lo recorrimos. Está mucho más bello de lo que era en mis recuerdos.
Luego tomamos la conexión hasta la ruta provincial número 93, ya que Caferatta está fuera de ella, y tomamos un café en la confortable y bellísima confitería de la Sociedad Italiana, en Chañar Ladeado. Pueblo progresista y hermoso, si los hay en el sur de la provincia.
Ya de regreso, en la mesa del club donde relataba este mini turismo rural, el inefable "Tigre" Compañy desalentó una voz crítica que se condolía de mi vocación por el aburrimiento.
-Callate vos -le espetó- qué sabés. Dejálo que conozca esos auténticos pueblos criollos de los que ya no quedan.
Y por el silencio que siguió a sus palabras parece que decía una verdad, porque nadie agregó nada.
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