Lunes, 13 de octubre de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
Margarita desapareció el viernes. Al mediodía se negó a acompañarme a la asamblea de la facultad con vagas acusaciones sobre el carácter masturbatorio de esas reuniones. Luego compartió una siesta con Rogelio. Más tarde nos saludamos de lejos en la movilización por mejor presupuesto universitario. Punto. Alguien asegura haberla visto en la parada del 103, ya atardeciendo. Empezamos a inquietarnos a la medianoche, cuando nos juntamos para pintar grafittis y ella ausente, lo mismo en los teléfonos, ausente. ¿Y Margarita?
Suspendemos la pintada. Ante un pocillo de café, cada insomne esboza una alternativa sobre su suerte. Súbita amnesia. Secuestro o autosecuestro, callate, no fabulés. Yo: Encame por fulminante metejón (perdoná, Rogelio, sin ofender). Esquivamos todo roce con las reales situaciones en las que suele caer Margarita. Mejor no.
Me pareció que estaba sola, sí sola, cuando subió al 103, nos comenta desde una mesa cercana el testigo ocular, un tal Olmos; sin embargo, haciendo memoria... quizá intercambiaba palabras con un compañero de materia. Pero que se tomó el 103, cerca de las siete de la tarde, cuenten con eso. Todavía no habían encendido el alumbrado público.
Raro que Margarita se enganche con un cuerpo y plante una pintada, apunta Candela frunciendo la cara.
Acordarnos de esa vez que Margarita quedó encerrada en el baño de la biblioteca el sábado al mediodía, cuando los empleados echaban llave a sus actividades y bajaban persianas para no volver hasta el martes, lunes feriado. Se la encontró acurrucada y en estado de confusión. Pero ahora es otro sábado y otra decisión: a las dos de la madrugada, los cuatro del grupo tomamos el 103 y seguimos su recorrido hasta el final. Intentamos determinar la dársena donde se hundió Margarita. El 103 acaba en el puerto y ronda todos los lugares donde remota o probablemente pudo recalar: la facultad, varios cafés, la Alianza francesa, el motel, la plaza, un par de departamentos de amigos, aguantaderos, zonas liberadas.
O cuando se tomó un tren hasta Casilda y dormida amaneció cerca de Jujuy, sin dinero y sin otro tren hasta la semana que viene, qué podemos hacer, señorita, las privatizaciones. Volvió exhausta, como quien deja el pellejo en el camino. La acercaron camioneros, buena gente, salvo excepciones. Parece que le tocó uno de éstos.
En un banco del parque Urquiza construimos un mapa cuidadoso, discutiendo mojones, marcándolos en rojo. Abanico inacabable de sitios posibles.
Desde el último episodio de encierro, un ascensor sin electricidad por horas, Margarita anda con celular. ¿Por qué no nos llama? Votación unánime: el grupo decide que de ninguna manera se recurrirá a la policía. Se descarta avisarle a la madre, hundida en un pueblo de campaña a 300 kilómetros. Al menos, por unos días. A las nueve, Candela recibe una llamada telefónica: alguien le jadea durante segundos; ¿cómo, jadeo, Candela? como el de quien corre.
Tomo la iniciativa y rehago el trayecto del 103, trato de coincidir en la unidad que pasa por esta parada a las siete, horario en que Margarita fue vista por última vez. Según el chofer del 103 (se acuerda de esa chica que siempre reparte volantes, papelitos) y que descendió en... como sea, al final del recorrido no llegó. A la estación fluvial, no. Porque hubo un lío de borrachos y corridas de gendarmes; alguien gritó por ayuda. Pero no era esa chica.
Reviso el colectivo; en el último asiento, anudado a su pata trasera, un buzo marrón. Es la mancha café que vestía ella, cuando nos saludamos en la movilización. Bailoteo mi hocico en la prenda, en el albergue de sus axilas, de sus pezones.
Marco trampas: cinco zaguanes sombríos en Sarmiento; me meto en ellos. Sospecho, pulso un timbre; cuando aparece el peludo en musculosa, improviso algo sobre cierto plan de Internet y huyo. Hay que organizar un plan. Otras trampas: las lanchas particulares que recorren el Paraná, recurren a escondrijos en las islas; islas de baños desnudos, cuerpos sobre cuerpos, botes que salen, una mujer atada a una piedra y arrojada al Paraná. ¿Margarita presa de un oportunista degenerado?
Merodeo por la orilla de la villa miseria, donde ella trabaja en un desmañado proyecto de alfabetización para adultos. Alguien la sigue, es la noche. La empuja dentro de un auto. El auto lleva patente oficial.
A las once del domingo, Rogelio recibe la llamada con el jadeo de alguien que ¿corre? ¿nada en un río? espeluznante. Luego, silencio.
Comenzamos el rastreo. Mis compañeros examinan cada punto del mapa, vigilan a los habitantes de conventillos y aprovechan para entrar por cualquier hueco abierto cuando los propietarios salen. De Margarita, nada. Candela pasa un muy mal momento al reaparecer la dueña de uno de esos bulines. Logra zafar. Rogelio sigue a los que manejan las lanchas. No conseguimos sino sospechas. El martes, teléfono y Mora sufre el jadeo, la carrera, creo que es Margarita que escapa. No se puede correr tantas horas. Salvo que... No formulamos el miedo de que la hayan metido en un juego de caza y presa.
"Pero la amiga de ustedes...", dice el chofer del 103, "...ella siempre se bajaba en la facultad, o en el motel". No menciona la villa, este conductor que parece saber más de lo que dice, me mira de soslayo y muestra que está harto de interrogatorios. Y sigue: "Muy ocasionalmente bajaba en otros puntos. Y siempre con esos papelitos que el pasaje entero abollaba sin mirar, y hasta me dejaba uno a mí sobre el monedero antes de marcharse. Pero no me acuerdo, cómo podría acordarme de esa noche. Bueno, podría, sí. Pero no, gracias".
¿Me pareció o el chofer ocultaba su pulso? ¿ocultaba, quizá, la pulsera de identidad del cumpleaños de 15 de Margarita? ¿Eso escondía? Rogelio, Candela y Mora trepan a su turno al 103 para observar el brazo del conductor. Tener no la tiene. Pero pudo habérsela puesto y quitársela luego para que no se lo inculpe.
Mis compañeros obedecen puntualmente el esquema de investigación de recovecos, en vano. Ya Rogelio menciona a la policía como posibilidad, te parece, no, todavía no, o mejor, vayamos a una entidad de derechos humanos, Margarita y su trabajo en la Villa. Vuelve el jadeo teléfonico, en el orden anterior, jadeos en la desesperación de Candela, Rogelio, Mora. A mí no me toca. En secreto, ya anteayer he abandonado mi cometido del día de la fecha. Marcho a la pensión de Margarita, como si portara un recado suyo. Vengo a pagar la semana, doña Rosario, Margarita volvió a su pueblo. Se enfermó la madre. Ah, acepta la propietaria y toma los billetes. Me pidió que le mande a Casilda algunos libros que dejó aquí. Con la llave en la mano titubeo. Siempre estuve enamorado de Margarita. Ni una vez me permitió que traspasara el mostrador de la recepción. Ahora la tengo, en sus libros, en el olor que dejó en las sábanas usadas de su cama, en las prendas que retiro cuidadosamente de los cajones, en las que la hallo, la amo, la beso, la poseo. Mía, Margarita. Regreso a diario, con distintos pretextos: debo mandarle al pueblo un medicamento, algo de ropa, (tomo y me apropio de sus entrepiernas, sus muslos, esas calzas de "mirame y no me toques"); voy y vuelvo.
Viernes. Bar de la facultad. En un pase de magia, brota Margarita, recuperada, lívida, recién devuelta de un campo de concentración. Muda. Nos abalanzamos a abrazarla, que cuente, que te extrañamos, que contá, que por qué no hablás ni hablarás; Margarita chito en boca los besa a los otros, llora; Margarita que me horada con un taladro de rencor, me aparta con su brazo decidido, "salí de acá vos; a ustedes les parece, éste aprovechó lo que me pasaba para ir a revolver mis intimidades, a gozar obscenamente; se metía y manoseaba mis cosas, como un violador. Me violaste", la ropa el olor de Margarita, mi pasión, "Margarita, escuchame", ella con su repugnancia, enlazada a los otros, abandonándome en el islote desolado de la mesa a la que todos miran, "y quedate con las bombachas que me quitaste, hijo de puta", yéndose a un país extranjero, a esa otra mesa donde ellos se sientan y me dejan, Margarita perdida para siempre, peor, perdido yo, perdido sin que sepa cómo salir a buscarme.
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