CONTRATAPA
› Por Bea Suárez
Dedico este escrito a mi mamá, Mirta Jeannette Gaspari, quien con agudeza, amor (e insolencia) nos permitió a mí y a mi hermana recorrer el camino.
Hace 25 años éramos jóvenes o no nacidos.
Cuando Alfonsín recibió la banda y el bastón, de golpe, capté la cosa. La plaza no se había llenado más que para festejar la absurda guerra y aún resonaban en las radios explicaciones, testimonios y la posibilidad del juicio a las juntas (dado que no había ganado Italo Luder, así decían).
Entendí mi corto pero intenso paso por la ciencia, en esos días rendía Química orgánica. Habíamos pasado tanta inseguridad que el refugio de los hidrocarburos alicíclicos se mostró como posible. Me metí en la estructura del Benceno a vivir por unos años, las palabras habían sido peligrosas para todos y también secas, torpes, malas.
La secundaria nos obligó a E.R.S.A., la historia parcial, el silencio, y luego vinieron frases elaboradas con chupadero, picana, torturado.
Volé como el hidrógeno, me metí en tubos de ensayo, Erlenmeyers, me colgué de cadenas laterales perforadas por inocentes átomos. Mañanas sulfhídricas que no quemaban, profesores rectos que decían amor o isopropilo con la misma cara.
Cuando llegó la democracia me encontró exiliada en Morrison/Boyd y lejos de Marosa Di Giorgio, faltaba tiempo para conocer sus lirios, su oro, el interior del nácar; las frutillas eran lo contrario del protón y, entre éteres y epóxidos, transcurríamos yo y una tal Beatriz Suarez a quien visitaba de vez en cuando. (Ibamos a demorar un poco en vivir juntas).
Fue raro, extraordinario y bello.
Entre soberbios asesinos muchos no teníamos conciencia de la magnitud de desdicha ocurrida con Videla porque, con tanto adiós a Don Pepito, el humo era grande, los aldehídos y cetonas abundantes.
No se vio la verdad hasta que el fiscal Strassera y unos muchos empezaron la remoción de sangre y estiércol.
Yo reaccioné tarde, viendo llorar a Saúl Ubaldini.
El trámite más difícil fue encontrar la forma de gobernar lo que quería, ese Estado sin valor cívico metido en las cabezas a los trece, que obturó la Constitución. Del deseo.
Siempre me pregunto hasta donde Viola violó y Massera maceró mi cerebro hasta hacerlo obedecer o recurrir a los teoremas como garitas en la tormenta de uniformes.
¿Hasta donde el Proceso militar se metió en mí, adentro mío? ¿Hasta donde agigantó un monstruo en la niñez, no me permitió pensar dorado al viento, no me liberó, no me permitió un congreso de poesía a los quince años?
Miré el juicio a las juntas con interés y horror equiparados. Cada vez que el secretario civil pedía "Señores, pónganse de pie" y Agosti o Leopoldo Fortunato se hacían los tontos (los que no creían en ese juicio) mi vida era una estatua de nieve. Derretida.
Después el preámbulo de Alfonsín le dio a la Pascua una vuelta al miedo y al escándalo. Volví a no entender acuerdos de Punto final y obediencia debida, geografía general de la Argentina.
Pero la ciencia era un recuerdo y el movimiento del agua y sus solutos se concentró en pequeñas moléculas brillantes, le dio paso a los ángeles y a una democracia casera, encendida, que no volvió a dejarme.
A veces pienso en aquellos fosfatos de guarida, en el profundo estudio de la Escherichia Coli, en las infecciones de ciruelas vaporosas que bien tapaba la biología con sus organismos.
Miro las fotos de Jorge Rafael y es el culpable no sólo de los treinta mil desaparecidos sino además de esta sustitución grave, de este acampe en mi cuerpo de proteínas y transcripción inversa, de lo mucho que demoraron en convertirse en verso.
Hallo un claro en la historia y me pregunto si la tiroides o los unicelulares no eran poemas también y no me daba cuenta, si para escribir no hizo acaso falta ese ardor de brasa apagada en aquella facultad de los mecheros.
Visito el aniversario del primer presidente democrático y, entre protozoarios, veo lo que germinó en mi vida con el gancho feroz de la palabra.
Y finalmente soy yo la que precisé veinticinco años para reconocerlo.
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