Sábado, 27 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo
Estaba concentrada en cosas nunca ocurridas, mientras esperaba la K, como cada atardecer, cuando luego de un imperceptible pestañeo, uno común y corriente, de esos que cualquiera puede pergeñar, ejecutar y concluir, infinitas veces a lo largo de su vida, los párpados se me quedaron soldados. Hermosa como aquella no habrá jamás hermosa sombra. No podía decir que realmente me había quedado ciega, sino que por una cuestión de mecánica muscular, ajena a mi voluntad, estaba imposibilitada de abrir los ojos.
Por entonces, mi sentido del oído no estaba lo suficientemente desarrollado, puesto que tenía en el cerebro una predisposición natural para escuchar lo que nadie decía, y una facilidad patológica para ensordecer ante la queja. Las campanas sonaban sin razón y yo también. Podría decir que gozaba de un oído selectivo pero esos episodios de autismo no me privaban de transitar por el mismo territorio real de los seres y las cosas. Incluso tenía grandes responsabilidades adquiridas, como toda estatua. Por entonces estaba en todo derecho de ostentar un rostro duro y quejumbroso, porque cuando una es importante y principal, no anda sonriendo a tontas y a locas por la vida.
El olfato era el único sentido que tenía altamente desarrollado. Al principio fue un talento que me distinguía entre todas las demás. Yo podía oler a varios pies de distancia el perfume del eureka en el nido de calandrias. Durante la condensación de transeúntes, en la hora pico, divisaba la fragancia inconfundible de la casada infiel que venía de consumar el beso negro en el abismo concupiscente. Obsequios de dulzura contra los peces amargos. Pero también olía ciertas verdades que debían permanecer ocultas. Por eso, la principal virtud se convirtió en el peor de los defectos.
Volviendo al episodio de la ceguera súbita, lo único que mi habilidad auditiva lograba reconocer en aquella esquina populosa, en la que dejé de mirar el mundo al que pertenecía, eran los berrinches de los automovilistas, las corridas de los que regresaban o huían de su casa, la maraña conversacional.
Creo que aquella primera vez me dejaron ciega las luces de navidad, y sé que sobre un trineo de aire revoloteaba la idea imprudente. Al cabo de enviarle repetidas veces la orden al cerebro para que por fin recordara el acto instintivo de pegar y despegar párpados, con mucho esfuerzo, recuperé el sentido de la visión, y para entonces, tres o cuatro K, ya habían pasado. Abundantes venganzas iban y venían contrariadas por el espíritu redentor de diciembre.
Pero no voy a acusar a las luces de navidad por semejante trastorno, porque no fueron ellas, con su intermitencia de luciérnagas fatuas, las que provocaron alguna anomalía física o ciudadana. No tendría caso mentir en una noche hermosa como una mujer hermosa que en el fruto que madura se tiene toda encarnada.
En general diciembre, desde hacía algunos años, me generaba un cierto malestar porque irremediablemente me obligaba a pensar en enero. Y enero era el momento de las vacaciones en el seno de la ampolla familiar. Por entonces, yo no sabía más que vestir groseras veladas inanimadas.
A esa altura de la experiencia, intuía que no era apropiado sugerir que saliéramos en grupos diferenciados. No luciría bien entre los que no huelen el sexo extremo de las mariposas. Mucho viento sopla sobre la santidad del mundo en tiempos navideños. La idea imprudente conducía el trineo sin reconocer que no habría cuñadas, ni amigas, ni vecinos, ni suegras, ni maridos, ni esposas que avalaran la modalidad de las vacaciones disociadas. Hay palabras que no llegan a apoderarse de los hechos.
Al llegar a casa, aquella noche de ojos cerrados, no encontré el momento para hablar sobre el repentino amotinamiento de los párpados, porque los momentos hacía años que se habían ido por el desagüe cloacal. Al llegar al techo de la connivencia, lo personal disimulaba generosamente su irreverente potestad.
En aquella época, lo que tenía diciembre de funesto, era que llegaba el momento de la cena y el tema que respetábamos se nos imponía como un catecismo estival: las vacaciones. Por entonces, en enero había que sacar de la ciudad al marido, o a la esposa, aunque el marido o la esposa tuvieran ciertas dificultades para disfrutar de nuestra espléndida compañía. Así, de un relámpago a otro, la felicidad tendía a zozobrar, pero la apuntalábamos.
La segunda ocasión en que de súbito los ojos se me cerraron fue, pocos días después, en el ascensor. Habría podido llegar a la puerta transitando los pasos de memoria, olfateando la falta de deseo, tanteando primero las llaves en la cartera, luego la puerta. Pero no podía entrar al inmarcesible seno de la ampolla ni con una mínima inquietud emocional. Si algo me tranquilizaba era que adentro del mundo había un paisaje que combinaba con los almohadones.
Quedé a oscuras en el pasillo, enviándole al cerebro el mensaje, suplicándole que no me hiciera parecer desvalida ante los vecinos del A y del B, ante el marido de cristal, ante la realidad de vidrio. Nada escapaba al llamado del relámpago que llamaba. Al escuchar el ruido de una puerta que se abría, fingí estar revisando algo en la cartera. Respondí al saludo de la vecina sin levantar la cabeza y con un tono que impidiera todo contacto verbal, deseé, paz y prosperidad y memoria sin audacia para toda la humanidad.
En el trance de esperar que la mecánica muscular se recuperara, supe que los párpados no cerraban herméticamente, porque las lágrimas filtraban entre las comisuras, y entonces tuve esperanza de que el agua salada me diera una ayuda técnica al lubricar las membranas ya que de ningún modo el cerebro estaba dispuesto a colaborar. Aún en las peores situaciones no me privaba de pensar en lubricaciones y membranas. Aquella era una época de poca originalidad.
De pronto, por el líquido deslizante o por la intensidad de la súplica, los párpados se despegaron y finalmente entré a casa para ver toda aquella tranquilidad sempiterna, inalterable. Otra vez se repitió el ritual de la cena en silencio, las conversaciones inteligentes que evitaban todo atisbo de espeluznante sinceridad. En medio de las pastas rellenas con ricota, se definió el destino para el tan merecido descanso familiar. El entusiasmo nos ganó a todos, aunque debimos convencer al hijo mayor para que nos acompañara. Su aceptación nos llenó de alegría y brindamos con cocacola y reímos con un alivio revestido de felicidad.
Los ojos siguieron cerrándose sobre la traza de pasos que evitaban la cosas. Estar sorda y ciega se me volvió un hábito saludable y natural. Hasta que una rara noche para ciegos tomé la estrangulada decisión de abrir los ojos y.
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