rosario

Domingo, 4 de enero de 2009

CONTRATAPA

El Pibe

 Por Horacio Vargas

Amanece en barrio Sarmiento. Es domingo y el pibe de once años, antes que toda la familia, decide levantarse muy temprano. El cielo se recorta por nubes muy grises y sopla un viento helado. La noche anterior, la madre le ha dejado el desayuno preparado. Y el pibe, toma la taza de café con leche de pie, urgentemente, en un costado de la cocina. Mira la hora en el reloj de pared. Se hace tarde. Se cambia. Primero se pone el pantaloncito blanco, después la camiseta a rayas rojas, como la de Estudiantes de La Plata, que con tanto esmero le planchó la vieja, los botines negros de marca ignota, las medias blancas y una campera para amortiguar el frío. Sale a la calle de tierra, mientras sueña con los días de asfalto por venir, recorre sólo dos cuadras, cruza la vía del ferrocarril Mitre y aparece la cancha de Sparta, en toda su inmensidad. Todavía no han llegado ninguno de sus compañeros de equipo ni tampoco el Viejo Distéfano, el técnico, peronista de la primera hora, árbitro de fútbol de La Rosarina y eximio bandoneonista. Entonces el pibe se sienta en un montículo de tierra a esperar, observa las vías del tren que rompen el paisaje desde el terraplén; el silencio que se respira en la villa miseria que rodea al club. Hoy juega Defensores de Marchegiana, el club de su barrio, contra Sparta. Y el pibe espera por el Gran Debut.

Al vecino de la cuadra todo el mundo lo conocía como Nené. Los pibes hinchas de Central lo adoraban. Era un hombre de unos 35 años, en la semana trabajaba en una empresa pública que ya nadie recuerda, y cada 15 días era boletero en la vieja cancha de Génova y Cordiviola, cada vez que Central jugaba de local. Un día invitó a uno de ellos a llevarlo a la cancha. Y éste estalló en éxtasis. Sería su primera vez. El padre le dio el consentimiento y ese domingo, partieron con Nené hacia Arroyito, caminando hasta Nansen, atravesando el parque Alem. El trabajo lo obligaba a Nené a estar temprano en el estadio. Tanto sacrificio tenía su recompensa para el pibe: Entraría sin pagar entrada. Debutó viendo la reserva de Central contra la de Huracán, en medio de la soledad de una cancha que comenzaba a poblarse de a poco. Acurrucado en la platea debajo de la tribuna con visera, como recuerda que decían los relatores de radio, el chico se sobresaltó cuando el estadio se transformó en una caldera donde todos gritaban por el gol que se hacía desear. Nené le había dicho que no se moviera del lugar donde lo había dejado. Y el pibe, estoico, cumplió con su palabra. Recién a los 15 minutos del segundo tiempo de ese partido para la memoria, después de que el hombre pasara a cobrar su jornal por una oficina perdida del estadio, Nené apareció por la platea, le tocó el hombro, se sentó junto a él y le preguntó: "¿Cómo vamos?".

De su tío recuerda las maravillosas anécdotas en el cementerio de Tenerife, tierra a la que abandonó como polizón oculto en un barco que amarró en el puerto de Rosario, en plena guerra civil española. Pero aun no encuentra una explicación a aquel día en el jardín de la casa de la abuela materna cuando Jesús, el tío, que de fútbol poco sabía, se apareció con una camiseta de Racing a la que el pibe debía rendirle pleitesía futbolera para toda la vida.

Ya adolescente, su padre -un extraterrestre hincha de Lanús en Rosario- lo llevó a la cancha de Central. Y ocuparon, como corresponde, el sector popular destinado al equipo visitante, detrás del río Paraná. Serían 100 hinchas granates. Su padre, sería el único que sacaba chapa de hincha número uno de Lanús en Rosario. El pibe se sentía fuera de ese mundo. Hasta que la realidad lo hizo despertar cuando comenzaron a llover los gases lacrimógenos que la policía disparaba con una maldad sorprendente contra esos pobres hinchas venidos de tan lejos. Vio al padre, con desesperación, tomar un pañuelo y extendérselo a él...Se quedaron sentados, con los ojos brillosos, el llanto falso, en la popular de cemento, sin atinar a nada, sin animarse a seguir a esos muchachos venidos de tan lejos escapando por un portón de la brutalidad, esperando que el humo de los gases se diluyera en el aire rosarino.

Se hizo de Central la noche que el canaya recibió a Boca. Con su padre llegaron tarde al estadio. Era un partido de noche. Y las tribunas estaban desbordadas de público. Los colores azul y amarillo sobresalían en todas las tribunas. Al padre se le ocurrió ir a la popu de Boca porque había algunos claros en lo alto de la tribuna visitante sobre Génova. El padre dio a entender a los forasteros que impedían el paso que allá arriba había algún familiar que los estaban esperando. Su actuación se vio coronada con un gordo inmenso que tuvo la osadía de alzar al pibito y subirlo a través de tantos brazos y manos extrañas y solidarias. Cuando llegó a la cima, el pibe se llamó a silencio, cuando alguien cantaba "dale boca" y se sentía mirado, gesticulaba un "dale boca" que nadie escuchaba. Cuando Central hizo el gol, lo gritó con tanta fuerza interior, que hasta su padre, al lado suyo, lo miró como miran los padres que aman a sus hijos.

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